La dama de blanco

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en lugar de «amigos»)—, escuchadme. Ha llegado el momento. Ahí va mi 
buena noticia. Empiezo a hablar. 
—¡Escuchad, escuchad! —dijo mi madre siguiendo la broma. 
—Lo primero que le toca romper, mamá, será el respaldo de la mejor 
butaca que tenemos —dijo Sarah por lo bajo. 
—Vuelvo la vista atrás y me dirijo, como siempre, a la más noble de las 
criaturas humanas —continuó Pesca con vehemencia, señalando mi humilde 
persona desde su sitial—. ¿Quién me encontró muerto en el fondo del mar (a 
causa de un calambre) y me sacó a flote, y qué dije cuando volví a la vida y a 
vestir mis ropas? 
—Mucho más de lo necesario —contesté yo lo más ceñudamente que 
pude, pues sabía que tratar este asunto era equivalente a liberar las emociones 
de Pesca en una riada de lágrimas. 
—Dije —insistió Pesca— que mi vida le pertenecía a mi querido amigo 
Walter hasta el fin de mis días y así es. Dije que nunca volvería a ser feliz si no 
encontraba una oportunidad de hacer algo por él, y, en efecto, nunca he estado 
satisfecho conmigo mismo hasta que ha llegado este venturoso día. Ahora — 
gritó entusiasmado el hombrecito— la felicidad rebosa por todos los poros de 
mi cuerpo, porque juro por mi fe, mi honor y mi alma que ocurre algo bueno y 
que sólo queda por decir: ¡bien, todo está muy bien! 
Conviene aquí explicar que Pesca tenía el prurito de creerse un perfecto 
inglés tanto en su lenguaje como en sus costumbres, diversiones e 
indumentaria. Había adoptado algunas de nuestras expresiones más familiares 
y las usaba en sus conversaciones siempre que se le ocurría, repitiéndolas una 
tras otra como si constituyeran una larga sílaba, sólo por el gusto de decirlas y 
generalmente sin saber con exactitud su sentido. 
—Entre las casas elegantes de Londres que frecuento para enseñar la 
lengua de mi país —continuó el profesor, decidiéndose al fin a explicar el 
asunto dejándose de más preámbulos—, hay una más opulenta que todas las 
demás, situada en la gran plaza de Portland. Todos sabéis dónde está ¿no? Sí, 
claro, por supuesto. Esta gran casa, queridos amigos, cobija a una gran familia. 
Una mamá rubia y gorda, tres señoritas rubias y gordas; dos jóvenes caballeros 
rubios y gordos y un papá más rubio y gordo que todos ellos, que es un 
adinerado comerciante, forrado de oro, hombre de gran distinción en otro 
tiempo y que ahora, con su cabeza calva y su doble barbilla, resulta de mucho 
menos porte. Pues bien, atención: Yo enseño el sublime Dante a las tres 
jóvenes señoritas pero, ¡Dios me ampare!, no hay palabras para explicar el 
rompecabezas que el sublime crea en esas tres lindas cabezas. Pero no 
importa, todo llegará y cuantas más lecciones se necesiten, mejor para mí.

 

Imagínense ustedes que hoy estaba enseñando a las señoritas como siempre: 
estamos los cuatro juntos en el infierno de Dante, en el séptimo círculo —pero 
esto no tiene importancia—, todos los círculos son lo mismo para las tres 
señoritas gordas y rubias, y en el que se hallan firmemente ancladas; yo trato 
de avanzar recitando, declamando, y sofocándome con mi propio 
entusiasmo..., cuando de repente oigo por el pasillo el crujir de unas botas y 
enseguida entra en la sala el rico papá, poderoso comerciante de cabeza calva 
y papada. ¡Ay queridos, creo que el asunto empieza a interesarles! ¿Me habéis 
escuchado con paciencia o habéis pensado: «Al diablo con Pesca, que esta 
noche habla interminablemente»? 
Declaramos que estábamos profundamente interesados. 
El profesor continuó: 
—El adinerado papá lleva una carta en su mano, y después de excusarse 
por haber interrumpido nuestra estancia en las regiones infernales con asuntos 
de este mundo, se dirige a las tres señoritas y empieza del modo con que 
siempre empiezan los ingleses cada conversación: con un gran ¡Oh! «¡Oh 
queridas! dice el poderoso mercader, tengo aquí una carta de mi amigo el 
señor...» (he olvidado el nombre; pero no importa, ya que nos ocuparemos 
luego de esto). Así que el papá dice «tengo una carta de mi amigo el señor, en 
la que me pregunta si podría recomendarle un profesor de dibujo que estuviera 
dispuesto a trasladarse durante una temporada a su casa de campo» y ¡por mi 
alma que si en aquel momento tengo los brazos bastante largos hubiera sido 
capaz de abarcar con ellos la poderosa humanidad del rico papá para 
estrecharle contra mi corazón en señal de gratitud por haber lanzado tan 
estupendas palabras! Como no pude hacerlo, me contenté con agitarme en mi 
asiento como si me estuvieran pinchando, pero no dije nada y le dejé hablar. 
«¿Conocéis vosotras, hijas mías, algún profesor de dibujo que yo pueda 
recomendar?», dice el buen fabricante de dinero mientras da vueltas a la carta 
entre sus dedos cuajados de oro. Las tres jovencitas se miran y responden (con 
el inevitable ¡Oh! inglés): «¡Oh! no, papá, pero aquí está el señor Pesca...» Al 
oír pronunciar mi nombre no puedo contenerme; su recuerdo, querido amigo, 
se me sube a la cabeza como una oleada de sangre: doy un brinco sobre la silla 
y digo en el más correcto inglés al poderoso comerciante: «Estimado señor, 
conozco al hombre que necesita, al mejor profesor de dibujo del mundo. 
Recomiéndele usted sin falta para que salga la carta en el correo de la noche y 
envíele mañana mismo con todo su equipaje.» (¡Vaya frase inglesa!, ¿eh?) 
«Bueno, un momento, —dice el papá—, ¿es inglés o extranjero?» «Inglés 
hasta la médula de los huesos», respondo. «¿Honorable?» «Caballero — 
contesto con viveza, pues esta pregunta suena a insulto ya que él me conoce— 
la llama inmortal del genio arde en el alma de ese inglés, y lo que es más, ha 
brillado antes en la de su padre». «Eso no me importa», dice papá, aquel



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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