La dama de blanco

5

—¡Conocer a una gente tan distinguida y, encima, esta gentileza suya, para 
tratarse de igual a igual! —añadió Sarah, enderezándose en su silla. 
—Sí, sí, las condiciones parecen bastante tentadoras en todos los aspectos 
—añadí con cierta impaciencia —pero antes de enviar mis referencias me 
gustaría reflexionar un poco... 
—¡Reflexionar! —exclamó mi madre—, Pero Walter, ¿qué dices? 
—¡Reflexionar! —repitió Sarah detrás de ella—, ¡Como se te ocurre 
pensarlo siquiera! 
—¡Reflexionar! —tomó la palabra el profesor—. ¿Sobre qué se ha de 
reflexionar? ¡Contésteme! ¿No se quejaba usted de su salud, y no suspiraba 
por lo que usted llama el sabor de la brisa campestre? ¡Vamos! Si este papel 
que tiene en su mano le ofrece todas las bocanadas de la brisa campestre que 
puede respirar durante cuatro meses hasta sofocarse. ¿No es así? ¿Eh? 
También quería dinero. ¡De acuerdo! ¿Cuatro guineas semanales le parecen 
una tontería? ¡Dios misericordioso! ¡Que me las den a mí y ya verán ustedes 
como crujen mis botas tanto como las del papá de oro, y con plena conciencia 
de la descomunal opulencia del que las gasta! Cuatro guineas cada semana sin 
contar la encantadora presencia de dos señoritas jóvenes, sin contar la cama, el 
desayuno, la cena, los magníficos tés ingleses y meriendas, la espumeante 
cerveza, todo a cambio de nada, oiga, ¡Walter, querido amigo!, ¡que el diablo 
me lleve! ¡Por primera vez en mi vida mis ojos no me sirven para verle y para 
asombrarme de usted! 
Ni la evidente sorpresa de mi madre ante mi actitud fervorosa, ni la 
relación que Pesca me hacía de los beneficios que el nuevo empleo me 
brindaba, consiguieron hacer tambalear mi irrazonable resistencia a la idea de 
viajar hacia Limmeridge. Cuando todas las débiles objeciones que se me 
ocurrían eran rebatidas una tras otra, ante mi completo desconcierto, intenté 
erigir un último obstáculo preguntando qué sería de mis alumnos de Londres 
durante el tiempo que me dedicase a enseñar a copiar del natural a las 
señoritas Fairlie. 
La respuesta fue fácil: la mayoría de ellos estarían fuera haciendo sus 
habituales viajes de otoño, y los que no salieran de la población podrían dar 
clase con un compañero mío, de cuyos discípulos me encargué yo una vez, 
bajo circunstancias similares. Mi hermana me recordó que aquel caballero me 
había ofrecido expresamente sus servicios si este año se me ocurría hacer 
algún viaje en verano; mi madre muy seria, me increpó diciendo que no tenía 
derecho a jugar con mis intereses ni con mi salud, por un capricho absurdo; y 
Pesca me imploró que no hiriera su corazón al rechazar el primer servicio que 
él pudo rendir, en señal de su agradecimiento, al amigo que le había salvado la 
vida.

La sinceridad y franco afecto que inspiraban estos discursos hubieran sido 
capaces de conmover a cualquiera que tuviese un átomo de sentimiento en su 
composición. 
Aunque yo no pude combatir mi extraña perversidad, por lo menos fui lo 
suficientemente honrado como para avergonzarme de todo corazón y puse fin 
a la discusión complaciendo a todos: cedí y prometí cumplir lo que todos los 
presentes esperaban de mí. 
El resto de la velada se consumió con cierto regocijo en hacer jubilosas 
suposiciones sobre mi futura convivencia con las dos señoritas de 
Cumberland. Pesca, inspirado con nuestro grog, que cinco minutos después de 
estar englutiendo obraba los milagros más sorprendentes con su cabeza, quiso 
demostrarnos que era todo un inglés emitiendo una serie de brindis que se 
sucedían con rapidez, en los que hacía votos por la salud de mi madre, de mi 
hermana, de la mía, y por la salud de todos a la vez, del señor Fairlie y de sus 
hijas; inmediatamente después se dio las gracias a sí mismo con mucho énfasis 
en nombre de todos los presentes. 
—Un secreto, Walter —me dijo mi amigo cuando los dos caminábamos 
hacia nuestras casas, en tono confidencial. —Estoy excitado por mi propia 
elocuencia. Mi pecho rebosa de ambiciones. Ya verá cómo me eligen un día 
miembro de su noble Parlamento. ¡Es el sueño de toda mi vida: ser el 
ilustrísimo señor Pesca, Miembro del Parlamento! 
A la mañana siguiente envié al patrón del profesor mis referencias. Pasaron 
tres días; y llegué a la conclusión —para mi secreta satisfacción— de que mis 
informes no habían resultado bastante convincentes. Sin embargo al cuarto día 
llegó la respuesta. Se me comunicaba que el señor Fairlie aceptaba mis 
servicios y me instaba a partir para Cumberland de inmediato. En la posdata se 
especificaba clara y minuciosamente todas las instrucciones necesarias para 
emprender el viaje. 
Hice los preparativos de mi viaje sin la menor ilusión, para salir de 
Londres por la mañana del día siguiente. Al atardecer se presentó Pesca, 
camino de una cena festiva, a despedirme. 
Cuando usted no esté aquí, mis lágrimas se secarán —dijo alegremente— 
al pensar que fue mi mano feliz la que le dio el primer empujón en su camino 
de glorias y riquezas. ¡En marcha, amigo mío! ¡Cuando su sol brille en 
Cumberland, métale en casa, en nombre de Dios! Cásese con una de las 
señoritas y llegará a ser el honorable Hartright, M. P. Y cuando esté en la 
cumbre de la gloria, recuerde que Pesca, desde abajo, le mostró el sendero 
para alcanzarla. 
Traté de sonreír a mi diminuto amigo siguiéndole su broma, pero no estaba

 



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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