—¡Conocer a una gente tan distinguida y, encima, esta gentileza suya, para
tratarse de igual a igual! —añadió Sarah, enderezándose en su silla.
—Sí, sí, las condiciones parecen bastante tentadoras en todos los aspectos
—añadí con cierta impaciencia —pero antes de enviar mis referencias me
gustaría reflexionar un poco...
—¡Reflexionar! —exclamó mi madre—, Pero Walter, ¿qué dices?
—¡Reflexionar! —repitió Sarah detrás de ella—, ¡Como se te ocurre
pensarlo siquiera!
—¡Reflexionar! —tomó la palabra el profesor—. ¿Sobre qué se ha de
reflexionar? ¡Contésteme! ¿No se quejaba usted de su salud, y no suspiraba
por lo que usted llama el sabor de la brisa campestre? ¡Vamos! Si este papel
que tiene en su mano le ofrece todas las bocanadas de la brisa campestre que
puede respirar durante cuatro meses hasta sofocarse. ¿No es así? ¿Eh?
También quería dinero. ¡De acuerdo! ¿Cuatro guineas semanales le parecen
una tontería? ¡Dios misericordioso! ¡Que me las den a mí y ya verán ustedes
como crujen mis botas tanto como las del papá de oro, y con plena conciencia
de la descomunal opulencia del que las gasta! Cuatro guineas cada semana sin
contar la encantadora presencia de dos señoritas jóvenes, sin contar la cama, el
desayuno, la cena, los magníficos tés ingleses y meriendas, la espumeante
cerveza, todo a cambio de nada, oiga, ¡Walter, querido amigo!, ¡que el diablo
me lleve! ¡Por primera vez en mi vida mis ojos no me sirven para verle y para
asombrarme de usted!
Ni la evidente sorpresa de mi madre ante mi actitud fervorosa, ni la
relación que Pesca me hacía de los beneficios que el nuevo empleo me
brindaba, consiguieron hacer tambalear mi irrazonable resistencia a la idea de
viajar hacia Limmeridge. Cuando todas las débiles objeciones que se me
ocurrían eran rebatidas una tras otra, ante mi completo desconcierto, intenté
erigir un último obstáculo preguntando qué sería de mis alumnos de Londres
durante el tiempo que me dedicase a enseñar a copiar del natural a las
señoritas Fairlie.
La respuesta fue fácil: la mayoría de ellos estarían fuera haciendo sus
habituales viajes de otoño, y los que no salieran de la población podrían dar
clase con un compañero mío, de cuyos discípulos me encargué yo una vez,
bajo circunstancias similares. Mi hermana me recordó que aquel caballero me
había ofrecido expresamente sus servicios si este año se me ocurría hacer
algún viaje en verano; mi madre muy seria, me increpó diciendo que no tenía
derecho a jugar con mis intereses ni con mi salud, por un capricho absurdo; y
Pesca me imploró que no hiriera su corazón al rechazar el primer servicio que
él pudo rendir, en señal de su agradecimiento, al amigo que le había salvado la
vida.
La sinceridad y franco afecto que inspiraban estos discursos hubieran sido
capaces de conmover a cualquiera que tuviese un átomo de sentimiento en su
composición.
Aunque yo no pude combatir mi extraña perversidad, por lo menos fui lo
suficientemente honrado como para avergonzarme de todo corazón y puse fin
a la discusión complaciendo a todos: cedí y prometí cumplir lo que todos los
presentes esperaban de mí.
El resto de la velada se consumió con cierto regocijo en hacer jubilosas
suposiciones sobre mi futura convivencia con las dos señoritas de
Cumberland. Pesca, inspirado con nuestro grog, que cinco minutos después de
estar englutiendo obraba los milagros más sorprendentes con su cabeza, quiso
demostrarnos que era todo un inglés emitiendo una serie de brindis que se
sucedían con rapidez, en los que hacía votos por la salud de mi madre, de mi
hermana, de la mía, y por la salud de todos a la vez, del señor Fairlie y de sus
hijas; inmediatamente después se dio las gracias a sí mismo con mucho énfasis
en nombre de todos los presentes.
—Un secreto, Walter —me dijo mi amigo cuando los dos caminábamos
hacia nuestras casas, en tono confidencial. —Estoy excitado por mi propia
elocuencia. Mi pecho rebosa de ambiciones. Ya verá cómo me eligen un día
miembro de su noble Parlamento. ¡Es el sueño de toda mi vida: ser el
ilustrísimo señor Pesca, Miembro del Parlamento!
A la mañana siguiente envié al patrón del profesor mis referencias. Pasaron
tres días; y llegué a la conclusión —para mi secreta satisfacción— de que mis
informes no habían resultado bastante convincentes. Sin embargo al cuarto día
llegó la respuesta. Se me comunicaba que el señor Fairlie aceptaba mis
servicios y me instaba a partir para Cumberland de inmediato. En la posdata se
especificaba clara y minuciosamente todas las instrucciones necesarias para
emprender el viaje.
Hice los preparativos de mi viaje sin la menor ilusión, para salir de
Londres por la mañana del día siguiente. Al atardecer se presentó Pesca,
camino de una cena festiva, a despedirme.
Cuando usted no esté aquí, mis lágrimas se secarán —dijo alegremente—
al pensar que fue mi mano feliz la que le dio el primer empujón en su camino
de glorias y riquezas. ¡En marcha, amigo mío! ¡Cuando su sol brille en
Cumberland, métale en casa, en nombre de Dios! Cásese con una de las
señoritas y llegará a ser el honorable Hartright, M. P. Y cuando esté en la
cumbre de la gloria, recuerde que Pesca, desde abajo, le mostró el sendero
para alcanzarla.
Traté de sonreír a mi diminuto amigo siguiéndole su broma, pero no estaba