mi espíritu para sonrisas. Algo en mi interior temblaba penosamente, mientras
aquél me dedicaba su alegre despedida.
Cuando me dejó, lo único que me quedaba por hacer era encaminarme
hacia la casa de Hampstead para despedirme de mi madre y mi hermana.
El día había sido caluroso en extremo, y al llegar la noche continuaba el
bochorno y la pesadez de la atmósfera.
Mi madre y mi hermana habían pronunciado tantas palabras de despedida y
tantas veces me habían pedido esperar cinco minutos más que casi era ya
medianoche cuando el criado cerró tras de mí la verja del jardín. Anduve
algunos pasos por el atajo que me llevaba a Londres, pero luego me detuve
vacilando.
En el cielo sin estrellas brillaba la luna, y en su misteriosa luz el quebrado
suelo del páramo aparecía como una región salvaje, a miles de millas de la
gran ciudad que yo contemplaba a mis pies. La idea de sumergirme en seguida
en el bochorno y la oscuridad de Londres me repelía. La perspectiva de ir a
dormir a mis habitaciones sin aire, se me antojaba, agitado como estaba en mi
espíritu y cuerpo, idéntica a la de sofocarme poco a poco. Me decidí, pues, por
el aire más puro, escogiendo el camino más desviado posible para pasear por
blanquecinos senderos aireados por el viento a través del desierto páramo y
llegar a Londres por los suburbios, tomando la carretera de Finchley y así
regresar a casa con el fresco de la madrugada por la parte occidental de
Regent's Park.
Seguí caminando lentamente por el páramo, gozando de la divina quietud
del paisaje y admirando el suave juego de luz y sombra que reverberaba sobre
el agrietado terreno a ambos lados del camino. En toda esta primera y más
bella parte de mi paseo nocturno, mi pasiva mente recibía las impresiones que
la vista le proporcionaba; apenas si pensaba en algo, y de hecho lo que
experimentaba en aquellos momentos no dejaba lugar a pensamientos algunos.
Pero cuando dejé el páramo para seguir por la carretera, donde había
menos que admirar, las ideas que el próximo cambio en mis costumbres y
ocupaciones había despertado, fueron acaparando toda mi atención. Al llegar
al fin de la carretera estaba completamente absorto en mis visiones
fantasmagóricas de Limmeridge, del señor Fairlie y de las dos señoritas cuya
educación artística iba a estar muy pronto en mis manos.
Llegué en mi caminata al lugar donde se cruzaban cuatro caminos: el de
Hampstead, por el cual había venido; la carretera de Finchley; la de West—
End y el camino que llevaba a Londres. Seguí mecánicamente este último y
avanzaba fantaseando perezosamente sobre cómo serían las señoritas de Cumberland, cuando pronto se me heló la sangre en las venas al sentir que una
mano se posaba sobre mi hombro. Tan ligera como inesperadamente.
Me volví bruscamente apretando con mis dedos el puño de mi bastón.
Allí, en medio del camino ancho y tranquilo, allí, como si hubiera brotado
de la tierra o hubiese caído del cielo en aquel preciso instante, se erguía la
figura de una solitaria mujer envuelta en vestiduras blancas; inclinaba su cara
hacia la mía en una interrogación grave mientras su mano señalaba las oscuras
nubes sobre Londres, así la vi cuando me volví hacia ella.
Estaba demasiado sorprendido, por lo repentino de aquella extraordinaria
aparición que surgió ante mi vista en medio de la oscuridad de la noche y en
aquellos lugares desiertos, para preguntarle lo que deseaba. La extraña mujer
habló primero:
—¿Es este el camino para ir a Londres? —dijo.
La miré fijamente al oír aquella singular pregunta. Era ya muy cerca de la
una. Todo lo que pude distinguir a la luz de la luna fue un rostro pálido y
joven, demacrado y anguloso en los trazos de las mejillas y la barbilla; unos
ojos grandes, serios, de mirada atenta y angustiosa, labios nerviosos e
imprecisos
cabellos de un rubio pálido con reflejos de oro oscuro. En su actitud no
había nada salvaje ni inmodesto, expresaba serenidad y dominio de sí misma,
se notaba un aire melancólico y como temeroso; su porte no era precisamente
el de una señora, pero tampoco el de las más humildes de la sociedad. Su voz,
aunque la había oído poco, tenía flexiones extrañamente reposadas y
mecánicas, a la vez que la dicción era notablemente apresurada. Llevaba en la
mano un pequeño bolso, y tanto éste como sus ropas, capota, chal y traje eran
blancos y, hasta donde yo era capaz de juzgar, las telas no parecían finas ni
costosas. Era esbelta y de estatura más que mediana, no se observaba en sus
gestos nada que se pareciese a la extravagancia. Aquello fue todo lo que pude
ver de ella entonces, a causa de la escasa luz y de mi perplejidad ante las
extrañas circunstancias de nuestro encuentro. ¿Qué clase de mujer sería
aquélla, y qué haría sola en una carretera, pasada una hora de la medianoche?
No llegaba a entenderlo.
De lo único que estaba seguro era de que el más lerdo de los hombres no
hubiera podido interpretar en mal sentido sus intenciones al hallarme, ni
siquiera considerando la hora tan tardía y sospechosa y el lugar tan sospechoso
y desértico.
—¿Me oye usted? —repitió con la misma calma y rapidez, y sin el menor
signo de impaciencia o enfado—. Preguntaba si este es el camino que lleva a
Londres.