—Sí— respondí—. Este es el camino que va hasta San John Wood y al
Regent's Park. Perdone que haya tardado en contestarle. Me ha sorprendido su
repentina aparición, y aun ahora sigo sin comprenderla.
—No sospechará usted que es por algo malo, ¿verdad? No he hecho nada
que sea malo. Tuve un accidente..., y me siento desgraciada por estar aquí sola
a estas horas. ¿Por qué piensa usted que he hecho algo malo?
Hablaba con una seriedad y agitación innecesarias y retrocedió unos pasos
ante mí. Hice lo posible por tranquilizarla.
—Por favor, no crea que se me ha ocurrido sospechar de usted —dije—,
no he tenido otro deseo que serle útil en lo que pueda. Lo que me chocó de su
aparición en el camino fue que un momento antes lo había mirado y estaba
completamente vacío.
Se volvió hacia atrás y señaló el lugar en que se unen los caminos de
Londres y Hampstead, que era un hueco en el seto.
—Le oí venir —contestó—, y me escondí allí para ver qué clase de
hombre sería antes de arriesgarme a hablarle. Tuve dudas y temores hasta que
pasó a mi lado, y entonces hube de seguirle a hurtadillas y tocarle.
¿Seguirme a hurtadillas y tocarme? ¿Por qué no me llamó? Extraño, por no
decir otra cosa.
—¿Puedo confiarme a usted? —preguntó—. ¿No pensará usted de mí lo
peor porque haya sufrido un accidente?
Se calló como avergonzada, cambió el bolso de una mano a la otra y
suspiró amargamente.
La soledad y desamparo de aquella mujer me conmovían. El impulso
natural de socorrerla y salvarla se impuso a la serenidad de juicio, precaución
y mundología que hubiera demostrado un hombre mayor, más experto y más
frío ante esta extraña emergencia.
—Puede confiar en mí si su propósito es honesto— contesté—. Y si le
violenta confesar el motivo de hallarse en esta extraña situación, no volvamos
a hablar de ello. Dígame en qué puedo ayudarla y lo haré si está en mi mano.
—Es usted muy amable y estoy muy, muy feliz de haberle encontrado.
Por vez primera escuché resonar en su voz algo de ternura femenina
cuando pronunciaba estas palabras; pero en sus grandes ojos, cuya angustiosa
mirada de atención se fijaba en mí con insistencia, no brillaban lágrimas.
—No he estado en Londres más que una vez —continuó hablando aún más
de prisa— y no conozco esos lugares. ¿Podría conseguir un coche o un carro o
lo que fuese? ¿Es demasiado tarde? No sé. Si usted pudiera indicarme dónde encontrarlo, y fuera capaz de prometerme no intervenir en nada y dejarme
marchar cuándo y dónde yo quiera... Tengo en Londres una amiga que estará
encantada de recibirme, y yo no deseo otra cosa. ¿Me lo promete?
Miró con ansiedad a ambos lados de la carretera, cambió una y otra vez de
mano su bolso blanco, repitió aquellas palabras: «¿Me lo promete?» y me miró
largamente con tal expresión de súplica, temor y desconcierto que me sentí
alarmado.
¿Qué iba yo a hacer? Se trataba de un ser humano desconocido,
abandonado completamente a mi merced e indefenso ante mí, y este ser era
una mujer desgraciada. Cerca no había ni una sola casa, ni pasaba nadie a
quien yo pudiera consultar, ningún derecho terrenal me daba el poder de
mandar sobre ella, aunque hubiera sabido cómo hacerlo. Escribo estas líneas
lleno de desconfianza hacia mí mismo, bajo las sombras de los
acontecimientos posteriores que nublan el propio papel en que las trazo, y sigo
preguntándome: ¿Qué hubiera podido hacer entonces?
Lo que hice fue tratar de ganar tiempo con preguntas.
—¿Está segura de que su amiga de Londres la recibirá a estas horas de la
noche? — le dije.
—Completamente segura. Pero prométame que me dejará sola en cuanto se
lo pida y que no se entremeterá en mis asuntos. ¿Me lo promete?
Al repetir por tercera vez esta pregunta se acercó a mí y, con un furtivo y
suave movimiento, puso su mano en mi pecho, una mano delgada, una mano
fría (lo noté cuando la aparté con la mía), incluso en aquella noche
bochornosa. Recordad que yo era joven y que la mano que me tocó era una
mano de mujer.
—¿Me lo promete?
—Sí.
¡Una sola palabra! La palabra tan familiar que está en los labios de todos
los hombres a cada hora del día. ¡Pobre de mí, ahora, al escribirla, me
estremezco!
Y andando juntos dirigimos nuestros pasos hacia Londres en aquellas
primeras y tranquilas horas del nuevo día, ¡yo con aquella mujer, cuyo
nombre, cuyo carácter, cuya historia, cuyo objeto en la vida, cuya misma
presencia a mi lado en aquellos momentos eran misterios insondables para mí!
Creía estar soñando. ¿Era yo en verdad Walter Hartright? ¿Era aquél el camino
para Londres, tan corriente y conocido, tan poblado de gentes ociosas los
domingos? ¿Había estado yo hacía poco más de una hora en el ambiente
sosegado, decente y convencionalmente doméstico de la casita de mi madre?
Me sentía demasiado aturdido, a la vez que demasiado consciente de un
sentimiento de reprobación hacia mí mismo para poder hablar a mi extraña
acompañante en los primeros minutos. Y fue también su voz la que rompió el
silencio que nos envolvía.
—Quiero preguntarle una cosa— dijo de golpe—. ¿Conoce usted mucha
gente en Londres?
—Sí, muchísima.
—¿Mucha gente distinguida y aristocrática?
Había en esta pregunta una inconfundible nota de desconfianza, y yo vacilé
sobre lo que debía contestar.
—Algunos— dije después de un momento.
—Muchos— se paró en seco, y me escrutó con su mirada—. ¿Muchos
hombres con el título de barón?
Demasiado sorprendido para contestarle, interrogué yo a mi vez.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque espero, en mi propio interés, que exista un barón que usted no
conozca.
—¿Quiere decirme su nombre?
—No puedo..., no me atrevo... Pierdo la cabeza cuando le nombro.
Hablaba en voz alta, casi con ferocidad, y levantando su puño cerrado, lo
agitó con vehemencia; luego se dominó repentinamente, y dijo en voz baja,
casi en un susurro:
—Dígame a quiénes de ellos conoce usted.
No podía negarme a satisfacerla en una pequeñez como aquélla y le dije
tres nombres. Dos eran de padres de mis alumnas, y otro, el de un solterón que
me llevó una vez de viaje en su yate para que le hiciese unos dibujos.
—¡Ah, no le conoce a él! — dijo con un suspiro de alivio. — ¿Es usted
también aristócrata?
—Nada de eso. No soy más que un profesor de dibujo.
Cuando le di esta respuesta, quizá con alguna amargura, agarró mi brazo
con la brusquedad que caracterizaba todos sus movimientos.
—¡No es un aristócrata! — se repitió a sí misma—. ¡Gracias a Dios, puedo
confiar en él!
Hasta aquel momento había logrado dominar mi curiosidad por