envíenla muy vigilada a estas señas. Pago todos los gastos y doy una buena
recompensa.
El policía miró la tarjeta que le entregaban.
—¿Por qué hemos de detenerla? ¿Qué ha hecho, señor?
—¡Qué ha hecho! Se ha escapado de mi Sanatorio. No lo olvide, una mujer
de blanco. Adelante.
«¡Se ha escapado de mi Sanatorio!»
Si he de confesar la verdad, todo el horror de estas palabras no cayó sobre
mí como una revelación. Algunas de las extrañas preguntas que me hizo la
mujer de blanco, después de mi irreflexiva promesa de dejarle hacer lo que
quisiera, me hicieron pensar que tenía un natural inconstante y revoltoso o que
algún reciente choque nervioso había perturbado el equilibrio de sus
facultades. Pero la idea de una locura total, que todos nosotros asociamos con
la palabra sanatorio, puedo declarar con toda honradez que no se me había
ocurrido nunca tratándose de aquella mujer. No había observado nada en su
modo de hablar ni de actuar que justificara semejante cosa; y aun con lo que
había sabido por las palabras que intercambió el desconocido con el policía,
no veía en ella nada que las justificase.
¿Qué había hecho yo? ¿Ayudar a escapar de la más horrible de las
prisiones a una de sus víctimas, o lanzar al inmenso mundo de Londres una
criatura desventurada cuando mi deber, como el de cualquier otro hombre, era
vigilar piadosamente sus actos? Me dio vértigo cuando se me ocurrió la
pregunta y sentí remordimientos por planteármela demasiado tarde.
En el estado de inquietud en que me hallaba era inútil pensar en acostarme
cuando al fin llegué a mi habitación de Clement's Inn. No me faltaba mucho
para salir camino a Cumberland. Me senté y traté primero de dibujar y luego
de leer, pero la dama de blanco se interponía entre mí y mi lápiz, entre mí y mi
libro. ¿Le habría sucedido alguna desgracia a aquella desamparada criatura?
Este fue mi primer pensamiento, aunque mi egoísmo me impidió proseguir
con él. Siguieron otros cuya consideración me resultaba menos dolorosa.
¿Dónde había parado el coche? ¿Qué habría sido de ella a esas horas? ¿La
habrían encontrado y llevado consigo los hombres del cabriolé? O: ¿Sería aún
capaz de controlar sus actos? ¿Seguíamos nosotros dos unos caminos
separados que nos llevaban hacia un mismo punto del futuro misterioso, donde
volveríamos a encontrarnos?
Fue para mí un alivio que llegase la hora de cerrar mi puerta y de decir
adiós a las ocupaciones de Londres, a los alumnos de Londres y a los amigos de Londres y de ponerme de nuevo en camino hacia nuevos intereses y hacia
una vida nueva. Hasta el alboroto y la confusión de la estación que tanto me
aturdían y fatigaban en otras ocasiones me animaron y reconfortaron.
Siguiendo las instrucciones recibidas me dirigí a Carlisle, donde debía
tomar un tren de enlace que me llevase hasta la costa. Para empezar el relato
de mis infortunios, el primer percance ocurrió cuando la locomotora tuvo una
avería entre Lancaster y Carlisle. A causa del retraso ocasionado por este
accidente perdí el tren de enlace que debía coger a la hora justa de llegar a la
estación. Tuve que esperar varias horas; así cuando el próximo tren me dejó en
la estación más cercana a la casa de Limmeridge, eran más de las diez y la
noche tan oscura que apenas pude encontrar el cochecillo que me aguardaba
por orden del señor Fairlie,
El cochero, visiblemente irritado por mi retraso, se encontraba en ese
estado de enfurruñamiento intachablemente respetuoso que sólo se da entre
criados ingleses. Emprendimos nuestro viaje en la oscuridad, lentamente y en
absoluto silencio. Los caminos eran malos y la lobreguez cerrada de la noche
hacía aún más difícil avanzar con rapidez por aquel terreno. Según marcaba mi
reloj, había pasado casi hora y media desde que dejamos la estación cuando oí
el rumor del mar en la lejanía y el blando crujir de la grava bajo las ruedas.
Habíamos atravesado un portón antes de entrar en el camino de grava, y
pasamos por otro antes de pararnos delante de la casa. Me recibió un criado
majestuoso que me informó que los señores estaban ya descansando y me
condujo a una espaciosa estancia de techos altos donde me esperaba la cena,
tristemente olvidada sobre un extremo de la inhóspita desnudez de la mesa de
caoba.
Estaba demasiado cansado y desanimado para comer y beber mucho, sobre
todo teniendo delante a aquel majestuoso criado que me servía con el mismo
esmero que si a la casa hubieran llegado varios invitados a una cena de gala y
no un hombre solo. En quince minutos quedé dispuesto para ir a mi cuarto. El
majestuoso criado me guio hacia una habitación elegantemente decorada y
dijo: «El desayuno es a las nueve, señor», miró a su alrededor para asegurarse
de que todo estaba en orden, y desapareció silenciosamente.
«¿Cuáles serán mis sueños esta noche? —me pregunté, apagando la vela
—. ¿La mujer de blanco? ¿Los desconocidos moradores de la mansión de
Cumberland? ¡Era una sensación extraña la de dormir en una casa, como un
amigo de la familia, y no conocer a uno solo de sus ocupantes ni siquiera de
vista!».
Cuando me levanté a la mañana siguiente y abrí las persianas, ante mí se
extendía gozosamente el mar iluminado por el sol generoso de agosto y la lejana costa de Escocia rozaba el horizonte con rayas de azul diluido.
Este espectáculo era tan sorprendente y de tal novedad para mí, después de
mi extenuante experiencia del paisaje londinense compuesto de ladrillo y
estuco, que me sentí irrumpir en una vida nueva y en un orden nuevo de
pensamientos en el mismo momento de verlo. Se me imponía una sensación
imprecisa de haberme desligado súbitamente del pasado, sin haber alcanzado
una visión más clara del presente o del porvenir. Los sucesos de no hacía más
de unos días se borraron de mi recuerdo, como si hubieran ocurrido muchos
meses atrás. El excéntrico relato de Pesca sobre los procedimientos que utilizó
para conseguirme mi nuevo empleo, la despedida de mi madre y mi hermana,
hasta la misteriosa aventura que me sucedió al volver aquella noche a casa
desde Hampstead, de pronto todo parecía haber acontecido en cierta época
lejana de mi existencia. Y aunque la dama de blanco seguía ocupando mi
pensamiento, su imagen se había vuelto ya deslucida y empañada.
Poco antes de las nueve salí de mi habitación. El majestuoso criado del día
anterior que me recibió a mi llegada me encontró vagando por los pasillos y
me guio compasivamente hasta el comedor.
Lo primero que vi cuando el sirviente abrió la puerta fue la mesa ya
dispuesta para el desayuno, situada en el centro de una larga estancia llena de
ventanas. Mi mirada cayó sobre la más alejada y vi junto a ella a una dama
que me daba la espalda. Desde el primer momento que mis ojos la vieron
quedé admirado por la insólita belleza de su silueta y la gracia natural de su
porte. Era alta, pero no demasiado; las líneas de su cuerpo eran suaves y
esculturales, pero no era gorda; su cabeza se erguía sobre sus hombros con
serena firmeza; sus senos eran la perfección misma para los ojos de un
hombre, pues aparecían donde se esperaba verlos y su redondez era la
esperada, ostensible, y deliciosamente no estaban deformados por un corsé. La
dama no advirtió mi presencia, y me permití durante algunos minutos
quedarme admirándola, hasta que yo mismo hice un movimiento con la silla
como la manera más discreta de llamar su atención. Entonces se volvió hacia
mí con rapidez. La natural elegancia de sus movimientos que pude observar
cuando se dirigió hacia mí desde el fondo de la habitación me llenó de
impaciencia por contemplar de cerca su rostro. Se apartó de la ventana y me
dije: «Es morena». Avanzó unos pasos y me dije: «Es joven». Se acercó más,
y entonces me dije con una sorpresa que no soy capaz de describir: «¡Es fea!».
Nunca quedó tan desmentida la antigua máxima de que la Naturaleza no
yerra, nunca ni de manera más decisiva quedaban desmentidas las promesas de
hermosura como lo eran para mí ante aquella cabeza que coronaba un cuerpo
escultural. Su tez era morena y la sombra de su labio superior bien podía
calificarse de bigote; la boca, de líneas firmes, era grande y varonil; los ojos,
castaños y saltones, con mirada resuelta y penetrante; los cabellos, espesos,