Halcombe había definido el carácter de la anciana señora. La señora Vesey
parecía personificar la compostura humana y la benevolencia femenina. El
sereno gozo de una existencia plácida se manifestaba en somnolientas sonrisas
de su cara redonda y apacible. Hay personas que atraviesan la vida corriendo y
otras que pasean. La señora Vesey se pasaba la vida sentada. Sentada en casa
mañana y tarde, sentada en el jardín, sentada siempre junto a la ventana
cuando viajaba, sentada (en una silla portátil) cuando sus amigos intentaban
llevarla de excursión al campo; sentada para ver alguna cosa, sentada para
hablar de cualquier asunto, sentada para contestar «sí» o «no» a las preguntas
más sencillas, siempre con la misma sonrisa serena vagando en sus labios, la
misma inclinación de cabeza reposadamente atenta y la misma colocación
dormilona y confortable de los brazos y manos por muy distintas que fuesen
las circunstancias domésticas de cada momento. Una anciana dulce,
complaciente, inefablemente tranquila, inofensiva y que jamás, bajo ningún
pretexto, desde el momento en que nació, había dado motivo para pensar que
estaba viva de verdad. La Naturaleza tiene tantos quehaceres en este mundo y
que engendrar tal diversidad de producciones coetáneas que, de cuando en
cuando, debe hallarse demasiado confusa y agitada para no equivocar los
diferentes procesos que efectúa a la vez. Partiendo de este punto de vista, me
quedará siempre la firme convicción de que la Naturaleza estaba absorta en la
producción de berzas cuando nació la señora Vesey, la cual hubo de sufrir las
consecuencias de las preocupaciones vegetales que habían acaparado la
atención de la Madre de todos nosotros.
—Bueno, señora Vesey— preguntaba la señorita Halcombe, que parecía
aún más viva, más perspicaz y más despierta en contraste con la impasible
anciana que tenía a su lado — ¿Qué quiere usted? ¿Una chuleta?
La señora Vesey cruzó las regordetas manos sobre el borde de la mesa, y
dijo, sonriendo plácidamente:
—Sí, querida.
—¿Qué es lo que hay a este otro lado del señor Hartright? ¿Pollo hervido?
Creía que usted prefería pollo hervido a la chuleta, señora Vesey.
La señora Vesey separó sus regordetas manos del borde de la mesa para
cruzarlas sobre su regazo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza mirando el
pollo hervido y repitió:
—Sí, querida.
—Bueno, pero ¿qué es lo que quiere hoy? ¿Que le dé pollo el señor
Hartright o que le sirva yo una chuleta?
La señora Vesey puso nuevamente una de sus manos regordetas sobre el
borde de la mesa, meditó con somnolencia y contestó:
—Lo que usted quiera, querida.
—¡Por amor de Dios! Es para usted mi querida amiga, no para mí.
Supongamos que toma usted un poco de cada cosa y que empieza por el pollo,
porque el señor Hartright parece que se muere de ganas de trincharlo para
usted.
La señora Vesey colocó la otra mano regordeta en el borde de la mesa y
pareció animarse durante un momento pero en seguida, recuperando su
impasibilidad, inclinó la cabeza sumisamente y dijo:
—Cuando usted quiera, señor.
Desde luego se trataba de una señora muy dulce, complaciente,
inefablemente tranquila e inofensiva, ¿no es cierto? Pero creo que tenemos
bastante por ahora acerca de la buena señora Vesey.
Y a todo esto ni rastro de la señorita Fairlie. Terminábamos de almorzar y
seguía sin aparecer. La señorita Halcombe, a cuya penetración no escapaba
nada, se dio cuenta enseguida de que yo lanzaba miradas furtivas de tiempo en
tiempo hacia la puerta.
—Comprendo lo que está pensando, señor Hartright —me dijo—. Quiere
saber qué habrá pasado con su otra discípula. Bajó antes y ya se ha disipado su
jaqueca, pero no tenía bastante apetito para acompañarnos en la comida. Si
quiere usted confiarse a mí, creo que podremos encontrarla en algún lugar del
jardín.
Cogió una sombrilla que había sobre un asiento próximo a ella y se dirigió
hacia una gran cristalera, al extremo del comedor, que daba al mismo jardín.
Es inútil advertir que dejamos a la señora Vesey sentada a la mesa, con las
manos regordetas cruzadas aún en su borde; al parecer, tenía ya postura para
toda la tarde.
Cuando cruzamos la explanada la señorita Halcombe me miró
significativamente y me dijo moviendo la cabeza:
—Su misteriosa aventura continúa envuelta en la misma impenetrable
oscuridad. Me he pasado la mañana leyendo cartas de mi madre y no he
descubierto nada todavía. Sin embargo no pierda la esperanza, señor Hartright.
Es una cuestión de curiosidad y tiene usted a una mujer por aliada. Con esta
condición el éxito es seguro, antes o después. Todavía no he agotado las
cartas, me quedan tres paquetes de ellas y créame que pasaré toda la tarde
leyéndolas.
Así pues, otra de mis ilusiones matutinas seguía todavía sin realizarse.
Luego me pregunté si al conocer a la señorita Fairlie también se verían
defraudadas las expectativas que me había formado a su respecto después del desayuno.
—¿Y qué tal le fue con el señor Fairlie? — me preguntó la señorita
Halcombe cuando dejamos la explanada para entrar en una alameda—.
¿Estaba muy nervioso esta mañana? No medite la respuesta, señor Hartright.
El mero hecho de tener que meditarla me lo dice todo. Leo en su cara que
estuvo muy nervioso y como no quiero llevarle a usted al mismo estado, no le
pregunto más.
Mientras hablaba llegamos a un sendero tortuoso y nos acercamos a una
preciosa casita de madera que representaba en miniatura un chalet suizo. En la
única estancia de la casita en la que nos encontramos al subir unos escalones,
se hallaba una joven. Estaba de pie junto a una mesa rústica, contemplando
por la ventana el paisaje de montañas y brezos que se distinguían entre los
árboles y pasando distraídamente las hojas de un pequeño álbum de dibujo que
tenía a su lado. Era la señorita Fairlie.
¿Seré capaz de describirla? ¿Podré separarla de mi sentimiento y de todo lo
que ocurrió después? ¿Puedo verla de nuevo tal y cómo apareció ante mis ojos
por primera vez, y como debe aparecer ahora ante los ojos que van a
contemplarla en estas páginas?
La acuarela que hice de Laura Fairlie poco después, mostrándola en el
mismo sitio y en la misma actitud en que la vi por primera vez, está sobre mi
mesa mientras escribo. La estoy mirando y ante mí emerge, radiante desde el
oscuro fondo marrón—verdoso del pabellón, su figura joven y ligera, vestida
con un sencillo traje de muselina de anchas rayas blancas y celestes. Un chal
de la misma tela envuelve y enmarca sus hombros, un pequeño sombrero de
paja de color natural, adornado sobria y sencillamente con un lazo que
armonizaba con el vestido, cubría de suaves sombras perladas su frente y sus
ojos. Su cabello es de un castaño ligero y pálido; su color no es pajizo pero es
igual de claro; no es dorado pero reluce como si lo fuera; casi se confunde con
la sombra del sombrero. Lo llevaba partido con una raya en el centro y
peinado hacia sus orejas, dejando que los rizos naturales cayesen sobre su
frente. Las cejas son más oscuras que el cabello, los ojos son de ese azul
turquesa límpido y tenue, tantas veces cantado por poetas y tan pocas veces
visto en la realidad. Ojos adorables por la forma, grandes, tiernos y pensativos,
pero hermosos sobre todo por la abierta veracidad de su mirada que emana de
su fondo mismo y que brilla en todas sus variadas expresiones con la luz de un
mundo más puro y mejor. El encanto —tan gentil y tan distinguido a la vez—
que sus ojos confieren a todo su rostro, encubre y transforma sus pequeños
defectos, naturales en todo ser humano, hasta tal punto que resulta difícil
considerar las relativas ventajas e imperfecciones de los demás rasgos. Cuesta
darse cuenta de que la parte inferior del rostro es demasiado afilada al llegar a
la barbilla para considerarlo correctamente proporcionado en relación con la