La dama de blanco

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parte superior y que la nariz en su comienzo procede de los moldes de la 
rectitud aquilina (siempre dura y cruel en una mujer, por perfecta que esta 
rectitud haya sido considerada abstractamente) y se hace respingona en la 
punta, faltando así a la pureza ideal de la línea, y que los labios, dulces y 
sensuales, sufren una ligera contracción nerviosa cuando ella sonríe, de modo 
que uno de sus extremos se tuerce ligeramente hacia arriba. Quizá sea posible 
advertir estos defectos en la cara de otra mujer, pero no es fácil verlos en la 
suya, donde se funden sutilmente con todo lo personal y característico de su 
expresión, que para llenarse de vida, para animarse en cada facción, necesita el 
impulso móvil de los ojos. 
¿Es que mi pobre retrato, mi obra favorita, la labor paciente de largos y 
felices días, me muestra todo esto? ¡Ah!, ¡Qué poco muestra un borroso dibujo 
mecánico y cuánto la imaginación que lo contempla! Una muchacha de pelo 
claro, delicada, vestida con un bonito traje ligero, vuelve las hojas de un 
álbum, mientras mira por encima de él con sus ojos azules, inocentes y 
veraces, esto es todo lo que el dibujo puede decir; quizá todo lo que puedan 
decir el pensamiento y la pluma en su lenguaje distinto y más preciso. La 
mujer, que es la primera en dar vida, luz y forma a nuestras vagas 
concepciones estéticas, llena un vacío en nuestro espíritu, vacío que 
desconocíamos hasta que ella se nos apareció. Hay atracciones que resultan 
demasiado profundas para sentimientos que se encuentran a una profundidad 
inalcanzable para las palabras, inalcanzable para los pensamientos, que 
despiertan gracias a otras fuerzas distintas a las asequibles a nuestros 
sentimientos y que los medios de expresión pueden transmitir. El misterio que 
se esconde tras la belleza de las mujeres está fuera del alcance de las simples 
emociones humanas hasta que lo desentraña el misterio aún más profundo de 
nuestras propias almas. Entonces, tan sólo entonces, sale fuera de la angosta 
región en la que para iluminarlo basta la luz del pincel y de la pluma. 
Pensad en ella como pensaríais en la primera mujer que hizo latir vuestro 
corazón más de prisa, como no lo había conseguido ninguna otra mujer. Dejad 
que los cándidos y dulces ojos azules tropiecen con los vuestros como han 
tropezado con los míos con esa única mirada incomparable que tan bien 
recordamos los dos. Dejad que su voz os hable con la música que otrora habéis 
amado, ninguna otra sonará tan deliciosa para vuestro oído, tal como ha 
sonado para el mío. Dejad que sus pasos que van y vienen por estas páginas, 
sean iguales a aquellos pasos alados que resonaron otra vez en vuestro propio 
corazón. Miradla, consideradla como una visión engendrada por vuestra 
fantasía que crecerá para presentarse ante vosotros con más claridad, hasta 
aparecer como la mujer real que colma para siempre mi propia fantasía. 
Entre las diversas sensaciones que se agolparon en mi interior en cuanto 
mis ojos se posaron en ella —sensaciones familiares para casi todos los hombres que, si bien nacen en tantos corazones en muchos de ellos mueren 
pronto y retornan en muy pocos—, había una que me turbaba y me dejaba 
perplejo; una sensación que parecía completamente inconsistente y que estaba 
fuera de lugar en presencia de la señorita Fairlie. A la fuerte impresión que me 
produjo el encanto de su bellísimo rostro, de su dulce expresión y de la 
arrebatadora sencillez de sus gestos se mezclaba otra que me hacía pensar 
oscuramente que faltaba algo. Al principio me parecía que era a ella a quien le 
faltaba ese algo y en otros instantes me parecía que me faltaba a mí; un algo 
que no me permitía comprenderla como yo quería. Esta impresión adquiría 
cada vez más fuerza y resultaba más contradictoria cuando me miraba o, en 
otras palabras, cuando más sentía la armonía y el atractivo de su belleza, 
estaba al mismo tiempo más turbado por ese sentimiento de lo incompleto 
imposible de descubrir. Algo falta, algo falta..., pero dónde o qué era, no 
llegaba a comprenderlo. 
Como consecuencia de este capricho de mi imaginación (así lo calificaba 
yo entonces) no era fácil que en mi primera entrevista con la señorita Fairlie 
fuera dueño de mi persona. Casi no fui capaz de contestar con las obligadas 
frases de cortesía a las breves palabras de bienvenida que ella me dirigió. 
Observando mi desconcierto y atribuyéndolo a un acceso de timidez, la 
señorita Halcombe intervino en la conversación con su naturalidad y viveza de 
costumbre. 
—Vea usted, señor Hartright —dijo, señalando el álbum que estaba sobre 
la mesa y la mano delicada que jugueteaba con sus hojas: se me figura que se 
habrá dado cuenta de que al fin ha encontrado a la discípula ideal. Desde el 
momento en que se ha enterado que está usted en casa, coge su inapreciable 
álbum y se enfrenta cara a cara con la Naturaleza, ansiando que llegue el 
momento de empezar. 
La señorita Fairlie se echó a reír de tan buena gana que su cara se iluminó 
como si hubiera descendido hasta ella uno de los rayos del sol. 
—No puedo creer lo que no merece crédito —dijo mirándonos 
alternativamente a la señorita Halcombe y a mí con aquellos ojos azules tan 
serenos y leales—. Tanto como de mi entusiasmo por la pintura, estoy 
convencida de mi propia ignorancia y más bien asustada que ansiosa de 
empezar. Ahora que se halla usted aquí, señor Hartright, me encuentro 
contemplando mis bocetos lo mismo que revisaba las lecciones cuando era 
niña y tenía un miedo horrible de que no me entrasen en la cabeza para 
repetirlas. 
Nos hizo esta confesión con gracia y sencillez y retiró el álbum de donde 
estaba, guardándolo a su lado con una curiosa expresión de seriedad infantil. 
La señorita Halcombe disipó la sombra de turbación que flotaba en el ambiente, con su estilo resuelto y llano. 
—Buenos, malos o medianos, los dibujos de la discípula tienen que pasar 
por la dura prueba del juicio del maestro, y ahí finaliza la cuestión. ¿Y si nos 
los llevamos, Laura, al carruaje y damos un paseo para que el señor Hartright 
los examine por primera vez entre los tumbos y paradas? Y si además 
lográsemos que durante el paseo, mientras mira los paisajes y nuestro álbum, 
confunda la misma Naturaleza con lo que hemos trasladado al papel, no le 
quedará más remedio que dedicarnos cumplidos, y así saldremos de sus 
expertas manos sin merma en nuestro vanidoso plumaje. 
—Espero que el señor Hartright no me dedique ningún cumplido —dijo la 
señorita Fairlie cuando salimos del pabellón. 
—¿Me quiere usted decir el motivo de esta esperanza? —pregunté. 
—El de que yo creeré todo lo que me diga— contestó con sencillez. 
Con estas breves palabras ella, sin saberlo, me proporcionaba la clave para 
entender todo su carácter; aquella confianza generosa que tenía en los demás 
se desprendía inocentemente de su propio sentido de lealtad. En aquel instante 
lo supe por intuición. Hoy lo sé por experiencia. 
Esperamos el tiempo preciso para levantar a la buena señora Vesey de su 
asiento, que seguía ocupando junto a la desierta mesa en el comedor, y 
subimos al carruaje descubierto que iba a llevarnos al paseo. La señorita 
Fairlie y yo nos colocamos frente a la anciana señora con el álbum que yacía 
abierto entre los dos para ser juzgado por mi severidad crítica de profesor. 
Pero toda crítica seria, aun en el caso de que hubiese estado dispuesto a 
hacerla, hubiera sido imposible dada la decidida resolución de la señorita 
Halcombe de no ver más que la parte ridícula de las Bellas Artes si eran ella, 
su hermana o el sexo femenino en general quienes las practicaban. Me resulta 
mucho más fácil recordar nuestra conversación que los esbozos y dibujos que 
iba ojeando mecánicamente. Sobre todo aquella parte en que intervino la 
señorita Fairlie está de tal modo grabada en mi mente como si la hubiera 
escuchado hace sólo algunas horas. 
¡Sí! He de reconocer que en este primer día me dejé llevar del hechizo de 
su presencia hasta olvidarme de mí mismo y de la posición que yo ocupaba. 
La más insignificante de las preguntas que me hiciera sobre el modo de 
manejar los pinceles y mezclar los colores, o cualquier cambio de expresión en 
sus adorables ojos cuando miraban a los míos con el deseo de aprender todo lo 
que yo fuese capaz de enseñarle y descubrir todo lo que yo podía mostrarle, 
atraían infinitamente más mi atención que los maravillosos paisajes que 
íbamos atravesando, o el grandioso juego de luz y sombra que se desplegaba 
mientras los eriales ondulantes sucedían a la ribera llana. En cualquier momento y bajo cualquier circunstancia en que esté en juego algo que interese 
al ser humano ¿no es extraño comprobar lo poco que vale para nosotros el 
mundo de la Naturaleza frente al que vivimos y el escaso lugar que ocupa en 
nuestro corazón y en nuestra mente? Sólo en los libros ocurre que acudamos a 
la Naturaleza en busca de consuelo para nuestras penas o para que participe de 
nuestras alegrías. Nuestra admiración por las bellezas del mundo inanimado 
que tanto y tan elocuentemente nos describe la poesía moderna, no es ni 
mucho menos, ni siquiera en el mejor de nosotros, un instinto que nos sea 
consustancial. De niños ninguno de nosotros lo ha tenido. Ningún hombre o 
mujer que no hayan recibido la debida educación, lo tiene. Aquellos que pasan 
su vida en medio de las continuamente cambiantes maravillas del mar y de la 
tierra son precisamente los más insensibles a cualquier aspecto de la 
Naturaleza que no esté directamente relacionado con su propio interés. 
Nuestra capacidad para apreciar las bellezas del suelo en que vivimos es, en 
verdad, uno de los efectos de la civilización que aprendemos como un arte y 
aún más: esta capacidad pocas veces la practicamos ninguno de nosotros, a no 
ser que nuestra mente se halle enteramente desocupada e indolente. ¿Qué parte 
tienen los atractivos de la naturaleza en las emociones e intereses, agradables o 
penosos, nuestros o de nuestros amigos? ¿Qué espacio ocupa, en los miles y 
miles de narraciones sobre sucesos corrientes que salen a diario de nuestros 
labios para que los escuchen los demás? Todo lo que nuestras mentes pueden 
concebir, todo lo que nuestros corazones pueden aprender podemos alcanzarlo 
con la misma certeza, con el mismo provecho y con la misma satisfacción para 
cada uno de nosotros en cualquier panorama que la faz de la tierra pueda 
ofrecernos, sea el más pobre, o el más rico. Esta es sin duda la razón de que 
exista la atracción innata entre la criatura y la creación que la rodea, razón que 
quizá pueda hallarse en la enorme diferencia entre los destinos del hombre y 
su esfera terrestre. La más grandiosa perspectiva de una montaña que pueda 
alcanzar la visión del hombre está destinada al aniquilamiento. El más 
pequeño de los intereses humanos que el corazón pueda anidar está destinado 
a la inmortalidad. 
El paseo había durado casi tres horas cuando el coche volvió a atravesar las 
verjas de Limmeridge. 
En el camino de vuelta dejé que las señoras escogiesen por sí mismas el 
paisaje que empezaríamos a esbozar al día siguiente bajo mi dirección. 
Cuando fueron a vestirse para la cena y me encontré solo en mi cuarto 
sentí que decaía mi espíritu. Me hallaba disgustado e insatisfecho de mí 
mismo, sin saber bien por qué. Quizá empezaba a advertir que había disfrutado 
demasiado de un paseo que había hecho más como invitado que como profesor 
de dibujo. Quizá el sentimiento de que algo faltaba en la señorita Fairlie o en 
mí mismo, sensación que me asaltó cuando la vi. por vez primera, volvía de



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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