interponiendo entre los dos su figura como una fatalidad ineludible?
—Dígame qué disculpas puedo dar al señor Fairlie para romper mi
compromiso —contesté—. Dígame cuándo he de marcharme una vez sea
aceptada mi disculpa. Le prometo una obediencia absoluta a sus consejos.
—Desde luego que el tiempo tiene gran importancia —contestó—.
Recordará usted que antes, en el comedor, me referí al próximo lunes y a la
necesidad de preparar el cuarto rojo. El huésped que esperamos ese día es...
No pude dejarla seguir. Sabiendo lo que ahora sabía y al recordar la mirada
y la actitud de la señorita Fairlie durante el desayuno, comprendí que el
huésped esperado en Limmeridge era su futuro esposo. Quise dominarme,
pero algo superior a mi voluntad se me impuso, e interrumpí a la señorita
Halcombe.
—Déjeme usted marchar hoy mismo —le dije con amargura—. Cuanto
antes, mejor.
—No, hoy no —dijo ella—. La única razón que puede dar usted al señor
Fairlie para romper su contrato es la de que una necesidad inesperada le obliga
a solicitar su autorización para irse inmediatamente a Londres. Tiene usted que
esperar hasta mañana para decírselo, después de que llegue el correo, pues de
ese modo relacionará el rápido cambio de sus planes con alguna carta de
Londres. Es triste y despreciable tener que rebajarse a estos engaños, aunque
sean tan inofensivos para todos, pero conozco al señor Fairlie y, si le da el
menor motivo para que sospeche que le está mintiendo, se negará a dejarle
libre. Hable con él el viernes por la mañana; ocúpese después (por su propio
interés y el de su patrón) en dejar su trabajo inacabado en el mayor orden
posible, y márchese de esta casa el sábado. Así habrá tiempo suficiente, señor
Hartright, para usted y para todos nosotros.
Antes de que pudiera asegurarle que obraría conforme a sus indicaciones,
nos sobresaltamos al oír unos pasos que se acercaban por el camino. ¡Alguien
venía de la casa para buscarnos! Sentí que la sangre se me subía a las mejillas
y luego refluía. ¿Sería la señorita Fairlie la persona que se acercaba deprisa
precisamente en aquel momento y en aquellas circunstancias?
Fue para mí un alivio —tan triste y tan desesperado era el cambio que se
había producido en mi situación respecto a ella—, un verdadero alivio, cuando
la persona que nos había alertado apareció en la puerta del pabellón y resultó
ser sólo la doncella de la señorita Fairlie.
—Señorita ¿puedo hablarle un momento? —dijo la muchacha con premura
y visiblemente preocupada.
La señorita Halcombe bajó los escalones de la casita y anduvo unos momentos junto a la muchacha.
Al quedarme solo pensé, con tanta amargura y desolación que no puedo
describir, en mi próximo regreso a la soledad y el desorden de mi casa de
Londres. Recuerdos de mi pobre y vieja madre y de mi hermana que se habían
regocijado con tanta inocencia de la buena suerte que me esperaba en
Cumberland, recuerdos que durante largo tiempo yo había ahuyentado de mi
corazón y que ahora me hacían avergonzarme y arrepentirme, volvían a mí
trayendo consigo la cariñosa tristeza de viejos y abandonados amigos. ¿Qué
sentirían mi madre y mi hermana cuando volviese a ellas con mi compromiso
incumplido, con la confesión de mi desgraciado secreto, ellas que se habían
despedido de mí llenas de ilusiones aquella última y feliz noche en nuestra
casa de Hampstead?
¡Otra vez Anne Catherick! El recuerdo de la noche en que me despedí de
mi madre y mi hermana no podía volver a mí sin que evocara al mismo tiempo
el de mi paseo a la luz de la luna, camino de Londres. ¿Qué significaría todo
ello? ¿Habríamos de vernos una vez más aquella mujer y yo? Cuando menos,
era posible. ¿Sabía ella que yo vivía en Londres? Sí, pues yo mismo se lo dije,
no sé si antes o después de que me hiciera aquella extraña y recelosa pregunta
sobre si yo conocía a muchas personas con el título de barón. Si se lo dije
antes o después, repito, no tenía yo entonces la mente lo bastante clara como
para recordarlo.
Pasaron unos minutos antes de que la señorita Halcombe dejase a la
doncella y regresase. También ella tenía ahora el aire de premura y
preocupación.
—Señor Hartright —dijo—, ya lo hemos dejado todo arreglado. Nos
hemos entendido como buenos amigos; ahora podemos volver a casa. Si he de
decirle la verdad estoy muy preocupada con Laura. Ha enviado a buscarme
porque quiere verme en seguida, y dice la muchacha que su señorita parece
muy agitada por una carta que ha recibido esta mañana, sin duda la misma que
le envié cuando veníamos hacia aquí.
Apresuramos el paso bajo la fronda del sendero. Aunque la señorita
Halcombe me había manifestado todo lo que creía necesario, yo, por mi parte,
aún tenía cosas que decirle. Desde el momento en que me había enterado de
que el esperado visitante era el futuro esposo de la señorita Fairlie,
experimentaba una amarga curiosidad, un ansia malsana y abrasadora por
saber quién era. Era probable que no se me presentara otra ocasión de hacer
esta pregunta, y me arriesgué a preguntarlo mientras volvíamos a la casa.
—Ahora que ha sido usted tan amable, señorita Halcombe —dije— al
decirme que nos hemos entendido muy bien, y ahora que está segura de mi
gratitud por su comprensión y de mi obediencia a sus deseos, ¿puedo preguntarle quién... (vacilé un instante, pues me había forzado a pensar en él
como su prometido) quién es el caballero que está prometido a la señorita
Fairlie?
Su mente estaba evidentemente ocupada con el recado que había recibido
de su hermana. Su respuesta fue rápida y distraída.
—Un gran hacendado de Hampshire.
¡Hampshire! ¡El lugar donde había nacido Anne Catherick! Una y otra vez
la mujer de blanco. En aquello había una fatalidad.
—¿Cómo se llama? —pregunté con toda la calma e indiferencia de que fui
capaz.
—Sir Percival Glyde.
Sir... ¡Sir Percival! La pregunta de Anne Catherick —aquella pregunta
recelosa sobre las personas con título de barón que yo podía conocer— que
había recordado poco antes de regresar la señorita Halcombe al pabellón,
ahora volvía a mi memoria al escuchar esta respuesta.
—Sir Percival Glyde —repitió, suponiendo que no había oído bien.
—¿Caballero o barón? — pregunté con un desasosiego que no podía
disimular más.
Calló un instante y me contestó, con notable frialdad.
—Barón, por supuesto.