No dudo que alguien le ha metido eso en la cabeza. Si hay personas en el
pueblo, señor Dempster, que han olvidado el respeto y el agradecimiento que
aquí todos deben a la memoria de mi madre, quiero encontrarlas y a poco que
influya sobre el señor Fairlie se arrepentirán de lo que han hecho.
—Pues yo espero, mejor dicho, estoy seguro —contestó el maestro—, que
está usted en un error, señorita Halcombe. La cuestión empieza y termina con
la estúpida perversidad de esta criatura. Vio o creyó ver anoche, al pasar por el
cementerio a una mujer vestida de blanco; la figura real o fantástica
permanecía inmóvil ante la cruz de mármol que todo el mundo sabe en
Limmeridge que pertenece a la tumba de la señora Fairlie. Y estas dos
casualidades han sido suficientes para que el muchacho haya contestado lo que
a usted, como es natural, tanto le ha dolido.
Aunque la señorita Halcombe no parecía muy convencida, comprendió, sin
embargo, que la opinión del maestro era muy sensata y no se atrevió a
discutirla abiertamente. Se limitó a darle las gracias por sus atenciones y a
prometerle una visita cuando hubiese averiguado algo sobre el caso. Con estas
palabras se despidió y salió de la escuela.
Durante todo el transcurso de la extraña escena yo me mantuve aparte,
escuchando con atención y extrayendo mis propias conclusiones. En cuanto
volvimos a encontramos solos, la señorita Halcombe me preguntó si me había
formado un juicio respecto a lo que había oído.
—Y muy firme, por cierto —contesté—. Creo que el cuento del muchacho
tiene algún fundamento, y confieso que estoy deseando ver la sepultura de la
señora Fairlie y examinar el terreno.
—Ahora la verá usted.
Hizo una pausa al decir esto y estuvo un rato pensativa mientras
caminábamos.
—Lo sucedido en la escuela —dijo— me ha distraído tanto de nuestro
asunto de la carta que estoy un poco indecisa de volver a ello. ¿No será mejor
que desistamos de hacer más indagaciones y lo dejemos en manos del señor
Gilmore cuando llegue mañana?
—De ninguna manera, señorita Halcombe. Lo sucedido en la escuela es lo
que precisamente me anima más a seguir las investigaciones.
—Y ¿por qué le anima?
—Porque me afirma en una sospecha que tuve cuando me enseñó usted la
carta.
—Supongo que habrá tenido usted motivos para haberme ocultado esa
sospecha hasta ahora, señor Hartright.
—Me asustaba la idea de darle alas en mí mismo. Pensé que era algo
completamente absurdo y lo deseché, como algo que provenía de mi
imaginación perversa. Pero ya no me es posible dudarlo. No sólo las
respuestas del niño, sino también una frase del maestro cuando le quiso dar
una explicación para tranquilizarla, volvieron a evocarme la misma sospecha.
Quizá los acontecimientos demuestren que todo ha sido una quimera, señorita
Halcombe, mas en este momento tengo la seguridad de que el supuesto
fantasma del cementerio y la autora de la carta son una misma persona.
Se paró en seco, palideció y me miró en los ojos con ansiedad.
—¿Qué persona?
—Inconscientemente se lo indicó el maestro. Cuando habló de la persona
que estaba en el cementerio, la llamó «una mujer de blanco».
—¡No pensará usted en Anne Catherick!
—Sí. Pienso en Anne Catherick.
Asió con fuerza mi brazo y se apoyó en él con todo su peso.
—No sé por qué —habló muy bajo—, hay algo en esa sospecha suya que
me estremece. Siento que...
Se detuvo e intentó sonreír.
—Señor Hartright —continuó—, voy a enseñarle la tumba y en seguida
regreso a casa. No he debido dejar tanto tiempo sola a Laura. Debo regresar y
estar con ella.
Estábamos ya muy cerca del cementerio. La Iglesia era una mole austera
de piedra gris situada en un pequeño valle que la protegía de los vendavales
que azotaban los páramos de su alrededor. El cementerio se extendía desde un
lado de la iglesia hasta la falda de la montaña. Estaba rodeado por una tosca
tapia de piedra de escasa altura. Su superficie se abría ante el cielo en
completa desnudez, salvo un extremo en el que un grupo de árboles raquíticos
prestaban una ligera sombra a la hierba reseca y baja y entre los cuales
serpenteaba un arroyo. Detrás del arroyo y de los árboles y no lejos de uno de
los tres portillos que daban entrada al cementerio, se levantaba la cruz de
mármol blanco que distinguía el sepulcro de la señora Fairlie de sepulturas
más humildes que había a su lado.
—No necesito acompañarle más lejos —dijo la señorita Halcombe,
señalando la tumba—. Usted me dirá luego si ha encontrado algo que
confirma la sospecha que acaba de confesarme. Nos veremos en casa.
Me dejó solo. Bajé al cementerio y crucé el portillo que daba justamente
frente a la sepultura de la señora Fairlie.
Era el suelo tan duro y tan corto el césped que rodeaba la tumba, que era
imposible distinguir los rastros de pisadas humanas. Desanimado, me puse a
examinar la cruz y el bloque de mármol cuadrado sobre el que ésta se apoyaba
y en el que estaba tallada la inscripción con el nombre de la difunta.
La blancura de la cruz se veía algo empañada por las manchas naturales del
tiempo, al igual que más de la mitad de la lápida, por la parte donde se hallaba
la inscripción. En cambio, la otra parte llamó mi atención instantáneamente
por la extraordinaria blancura y limpieza de su superficie, donde no se
distinguía ni la menor sombra de manchas. Me acerqué más y me di cuenta de
que la habían limpiado hacía poco tiempo con movimientos que iban de arriba
a abajo. La línea que separaba la parte limpia de la sucia era tan recta que
parecía estar trazada con ayuda de algún medio artificial y resultaba
perfectamente visible en el espacio libre entre las letras. ¿Quién habría
comenzado a limpiar el mármol y lo habría dejado a medio hacer?
Miré a mi alrededor buscando respuesta a esta pregunta. Desde donde yo
estaba, no se divisaba la menor señal de que alguien habitase allí; los muertos
eran dueños absolutos de aquel terreno. Volví a la iglesia, di una vuelta hasta
llegar a la parte posterior del edificio, y cruzando otra vez uno de los portillos
de la tapia me encontré en el comienzo de un senderillo que conducía hasta
una cantera de piedra abandonada. A uno de sus lados se encontraba una casa
de dos habitaciones; junto a su puerta una mujer ya vieja estaba lavando la
ropa.
Me acerqué a ella e inicié una conversación sobre la iglesia y el
cementerio. La mujer parecía no desear otra cosa y sus primeras palabras me
informaron de que su marido era al mismo tiempo enterrador y sacristán.
Dediqué unas palabras de admiración al monumento de la señora Fairlie. La
vieja movió la cabeza con tristeza y me dijo que yo no lo había conocido en
sus mejores tiempos. Su marido era el encargado de cuidarlo pero había estado
varios meses enfermo y tan débil que apenas podía arrastrarse hasta la iglesia
los domingos para cumplir con sus obligaciones, y en consecuencia el
monumento estaba abandonado de sus cuidados. Pero ahora se encontraba un
poco mejor y esperaba que en siete o diez días estaría lo bastante restablecido
para volver a su trabajo y limpiar el monumento.
Esta información, extraída de una respuesta larga y voluble, pronunciada
en el más cerrado dialecto de Cumberland, me hizo saber todo cuanto yo
deseaba. Di unas monedas a la pobre mujer y volví en seguida a Limmeridge.
La limpieza parcial de la lápida obviamente había sido hecha por una mano
desconocida. Y relacionando este hecho con la sospecha que me sugirió la
historia escuchada en la escuela sobre el fantasma entrevisto en el crepúsculo,
me afirmé en mi decisión de vigilar en secreto la tumba de la señora Fairlie