Hacía un rato que se había arrodillado quitando cuidadosamente las
últimas manchas de la lápida mientras seguíamos conversando. La primera
frase de lo que acababa de decirle le hizo olvidar su trabajo y volver la cabeza
lentamente, sin levantarse del suelo, hasta que nuestras miradas se cruzaron.
La segunda frase la dejó literalmente petrificada. El trapo se deslizó de sus
manos, se entreabrieron sus labios y en un instante desapareció de sus mejillas
el escaso color que tenían.
—¿Cómo lo sabe? —dijo débilmente—. ¿Quién se la enseñó?
La sangre de pronto coloreó sus mejillas, encendiéndolas violentamente,
apenas atravesó su mente la idea de que sus propias palabras la habían
delatado. Se retorció las manos con desesperación.
—¡Yo no la escribí! —murmuró asustada—. ¡No sé nada de eso!
—Sí —le dije—, usted la escribió y sabe de qué se trata. No hizo bien en
enviar esa carta, no hizo bien en asustar a la señorita Fairlie. Si usted tenía que
decirle algo que le conviniese conocer, debió haber ido usted misma a
Limmeridge; debió hablar con ella con sus propios labios.
Se derrumbó sobre la lisa lápida del sepulcro y escondió la cabeza sin
contestar una palabra.
—La señorita Fairlie será con usted tan buena y cariñosa como lo fue su
madre si usted obra con justa intención —continué—. La señorita Fairlie
guardará su secreto y no permitirá que le suceda nada malo. ¿Quiere verla
mañana en la granja? ¿Prefiere encontrarla en el jardín de Limmeridge?
—¡Oh, si pudiera morir y esconderme y descansar contigo! —murmuraron
sus labios pegados a la tumba; fue una súplica apasionada dirigida a los restos
que yacían bajo el mármol—. ¡Sabe cuánto quiero a su hija por cariño a usted!
¡Oh señora Fairlie! ¡Señora Fairlie! Dígame cómo he de salvarla. ¡Sea una vez
más mi madre y mi amiga y dígame qué es lo que debo hacer!
Oí que besaba la piedra y vi que sus manos la tocaban con fervor. Lo que
oía y lo que veía me conmovió profundamente. Me incliné hacia ella, tomé
quedamente sus pobres y débiles manos entre las mías y traté de tranquilizarla.
Pero fue inútil. Liberó sus manos y no levantó la cabeza de la tumba.
Viendo la necesidad imperiosa de calmarla por todos los medios y a toda
costa, apelé a la única preocupación que mi presencia y mi opinión sobre ella
parecían despertar la suya por convencerme de que merecía disponer
libremente de su persona.
—Vamos, vamos —le dije suavemente—. Trate de dominarse o tendré que
cambiar mi opinión respecto a usted. No me haga pensar que la persona que la
encerró en el sanatorio podía tener algún fundamento...
Las últimas palabras murieron en mis labios. En el momento en que me
aventuré a mencionar a «la persona que la había llevado al sanatorio» dio un
salto y se puso en pie. El cambio más extraordinario e inesperado se operó en
su persona. Su rostro, hasta ahora tan conmovedor por la expresión de
nerviosa sensibilidad, debilidad e indecisión, se ensombreció de pronto con la
mirada intensa de un monomaníaco llena de odio y temor, que comunicaba
una fuerza salvaje e innatural a sus facciones. Sus pupilas se dilataron en la
tenue luz crepuscular como las de una fiera. Cogió el trapo que había caído al
suelo como si fuera un ser viviente a quien pudiera matar, y lo retorció entre
sus manos con tal fuerza convulsiva que las pocas gotas de agua que quedaban
en él resonaron sobre la piedra.
—Hable de cualquier otra cosa —susurró entre dientes—. Si habla de eso,
perderé la cabeza.
Ya no quedaba en su expresión el menor vestigio de los dulces
pensamientos que parecían colmarla hacía un instante. Era evidente que,
contra lo que yo había creído, el cariño de la señora Fairlie hacia ella no era el
único recuerdo que había quedado grabado fuertemente en su memoria. Junto
al agradecimiento con que evocaba su estancia en la escuela de Limmeridge,
albergaba en su memoria la idea de la venganza por el daño que le había
infligido quien la recluyó en el sanatorio. ¿Quién le causaría este daño? ¿Sería
en realidad su madre?
A pesar de lo que me contrariaba desistir de mis investigaciones, me
resigné ante la idea de dejarlas inconclusas. Viéndola en tal estado, en aquellos
minutos hubiera sido cruel pensar en otra cosa que en la humanitaria necesidad
de ayudarla a recobrar su serenidad.
—No le hablaré de nada que la perturbe— le dije, intentando calmarla.
—Usted quiere saber algo —contestó con brusquedad y desconfianza—.
No me mire de ese modo. Hábleme, dígame qué desea.
—Sólo deseo que usted se calme y, cuando esté tranquila, que piense lo
que le he dicho.
—¿Dicho?
Se calló un momento, siguió retorciendo entre sus manos el trapo y
murmuró entre dientes:
—¿Qué es lo que ha dicho?
Se volvió de nuevo hacia mí y movió la cabeza con impaciencia.
—¿Por qué no me ayuda? —preguntó con repentino enfado.
—Sí, sí —le dije—. Voy a ayudarla y recordará en seguida. Le he pedido a usted que vea mañana a la señorita Fairlie y le aclare lo que decía en la carta.
—¡A... la señorita Fairlie..., Fairlie..., Fairlie!...
Pronunciar aquel nombre tan familiar y tan querido parecía sosegarla. Su
rostro se suavizó y volvió a ser el de siempre.
—No tiene usted que temer nada de la señorita Fairlie —continué—, ni
preocuparse por lo que le pueda perjudicar haber escrito esa carta. Sabe ya
tanto sobre el asunto que no tendrá usted ninguna dificultad en contarle el
resto. No hay motivos para secretos cuando apenas hay nada que ocultar.
Usted no menciona nombres en la carta, pero la señorita Fairlie sabe que la
persona de la que usted habla es Sir Percival Glyde...
En el instante mismo en que pronuncié este nombre se puso en pie
lanzando un gemido que resonó por todo el cementerio, llenándose de terror.
La sombría expresión que acababa de borrarse de su rostro reapareció con
intensidad duplicada. El grito que le arrancó el oír aquel nombre y la mirada
de odio y espanto que le siguieron lo explicaban todo. Su madre era inocente
de haberla encerrado en el sanatorio. La había enviado allí un hombre y ese
hombre era Sir Percival Glyde.
Mas su gemido había llegado a otros oídos que los míos. De un lado me
llegó el ruido de la puerta que se abría en la casa del sacristán, y del otro la
voz de su acompañante, la mujer del chal a la que se había referido como
Clements.
—¡Estoy aquí, estoy aquí! — gritaba la voz tras el follaje de los árboles
enanos.
Y un instante después apareció la señora Clements.
—¿Quién es usted? —gritó encarándose conmigo llena de resolución en
cuanto puso el pie en el portillo—. ¿Cómo se atreve usted a asustar a una
pobre mujer indefensa como ésta?
Se había plantado junto a Anne Catherick rodeándola con un brazo antes
de que yo pudiera contestarle.
—¿Qué pasa, cariño? —dijo—. ¿Qué te ha hecho?
—Nada —contestó la pobre criatura—. Nada. Simplemente tengo miedo.
La señora Clements se volvió hacia mí indignada y sin miedo alguno, y
confieso que me inspiró por ello el mayor respeto.
—Estaría profundamente avergonzado de mí mismo si mereciese esa
mirada —le dije—. Pero no la merezco. Desgraciadamente la he aterrado sin
quererlo. No es ésta la primera vez que me ve. Pregúntele usted misma y le
dirá que soy incapaz de hacerle daño, ni a ella ni a ninguna mujer.