por la lluvia, y las hierbas y helechos que dibujé para ella y que se cobijaban
junto al muro de piedra que teníamos enfrente se habían convertido en un
charco de agua, donde destacaba un islote de hierbajos sucios. Llegué a la
cima de la colina y vi el panorama que tantas veces contemplamos en los días
más felices. Era árido y frío; ya no era el paisaje que yo recordaba. El
resplandor de su presencia no me alcanzaba y el encanto de su voz ya no
murmuraba a mi oído. En el lugar desde el que yo ahora miraba hacia abajo
me habló ella de su padre, último varón de su familia, me contó lo que se
querían el uno al otro y cuánto le echaba de menos cuando entraba en algunas
dependencias de la casa y tomaba objetos o se divertía con juegos que en otros
tiempos disfrutaron juntos. ¿Era este paisaje, que había contemplado mientras
escuchaba aquellas palabras, el mismo que ahora veía solo, desde la cumbre de
la colina? Di la vuelta y dirigí mis pasos hacia el páramo y las dunas de la
ribera. Allí estaba la blanca espuma de la resaca y la magnífica grandeza de las
olas rompientes, pero ¿dónde estaría el sitio en que una vez ella había dibujado
con una sombrilla caprichosas figuras en la arena, el sitio donde nos quedamos
sentados mientras me preguntaba sobre mí mismo y mi hogar, mientras con
femenina escrupulosidad, me hacía minuciosas preguntas sobre mi madre y mi
hermana y me interrogaba con inocencia acerca de si yo dejaría un día mi
solitaria habitación de alquiler para tener una mujer y casa propia? El viento y
las olas habían borrado hacía mucho las huellas que ella dejó sobre la arena.
Seguí contemplando la inmensa monotonía del océano, y el lugar en que
habíamos dejado desvanecer tantas horas soleadas me pareció tan perdido para
mí como si nunca lo hubiera conocido, tan extraño como si me encontrara en
otro país.
El silencio absoluto de la orilla llenó de frío mi corazón. Volví a la casa y
al jardín donde tantas señales me hablaban de ella, a cada recodo de camino.
Cuando pasaba por la terraza de poniente tropecé con el señor Gilmore. Sin
duda andaba buscándome, pues en cuanto me distinguió apresuró el paso. No
estaba yo muy dispuesto a charlar con un desconocido. Mas era inevitable el
encuentro y me resigné a afrontarlo.
—Es precisamente a usted a quien quería ver —dijo el anciano caballero-.
Tengo que decirle dos palabras, señor mío, y si no tiene usted inconveniente,
aprovecho esta oportunidad. Empezaré por comunicarle que la señorita
Halcombe y yo hemos estado hablando de asuntos familiares; asuntos que son
el motivo de mi estancia en esta casa, y en el curso de la conversación hubo de
contarme, como es natural, ese desagradable asunto de la carta anónima y
cómo usted con tanto acierto y discreción ha participado en las averiguaciones.
Su actuación, lo comprendo muy bien, le hará sentir un extraordinario interés
por saber si las investigaciones que usted ha comenzado y que hay que
continuar han sido encomendadas a alguien de confianza... Quiero tranquilizarle a usted en este punto, querido amigo: me han sido
encomendadas a mí.
—En todo concepto está usted mucho más capacitado que yo para actuar
en el asunto, señor Gilmore. ¿Sería una indiscreción de mi parte preguntarle si
ha decidido usted ya el procedimiento que piensa seguir?
—Hasta donde es posible lo he hecho, señor Hartright. Pienso enviar una
copia del anónimo acompañada de un informe sobre las circunstancias del
hecho al procurador de Sir Percival Glyde, de Londres, con el que tengo
alguna amistad. La carta auténtica la conservo para mostrársela a Sir Percival
en cuanto llegue. Ya me he ocupado de seguir la pista de las dos mujeres
enviando a un criado del señor Fairlie, una persona de toda confianza, a la
estación para que haga las pesquisas que pueda. Por si logra descubrir algún
indicio, le hemos dado también instrucciones y dinero suficiente para seguirlas
a donde sea. Esto es todo cuanto se puede hacer hasta el lunes, día en que llega
Sir Percival. Yo, personalmente, no tengo la menor duda de que las
explicaciones que puedan esperarse de un caballero nos las facilitará al
instante. Porque Sir Percival está muy alto, querido señor; ocupa una posición
muy elevada y se halla por encima de toda sospecha, así que estoy muy
tranquilo por el resultado de las investigaciones, y me alegra poder afirmarlo.
Esta clase de cosas ocurre constantemente en mi trabajo. Cartas anónimas,
mujeres desgraciadas, el triste estado de la sociedad. En este caso no le niego
que existen complicaciones particulares, pero el hecho en sí mismo, por
desgracia, es muy corriente.
—Temo, señor Gilmore, que yo tengo el disgusto de disentir de usted en
cuanto a la manera de considerar el asunto.
—Es natural, querido señor, es natural. Yo soy un viejo y tomo las cosas
desde el punto de vista práctico. Usted es joven y las considera desde un punto
de vista más romántico. No vamos a discutir por nuestros puntos de vista.
Profesionalmente vivo en una atmósfera de discusiones y estoy encantado de
escapar a ella estando aquí, señor Hartright. Esperaremos los acontecimientos.
Sí sí, sí, vamos a esperar los acontecimientos. ¡Es un sitio encantador! ¿Hay
buena caza? Probablemente, no. Me parece que el señor Fairlie no tiene
ningún coto en sus posesiones. Pero de todos modos es un sitio delicioso y la
gente es agradable. Me han dicho señor Hartright que usted pinta y dibuja.
¡Qué envidiable talento! ¿En qué estilo lo hace usted?
Nos enzarzamos en una conversación general; mejor dicho, el señor
Gilmore hablaba y yo escuchaba. Mi atención se hallaba muy lejos de él y de
los tópicos que emitía con tanta fluidez. El solitario paseo de las últimas dos
horas había aportado sus efectos y me acogí a la idea de marcharme de
Limmeridge cuanto antes. ¿Por qué había de prolongar sin necesidad un minuto siquiera aquel tormento cruel de mi despedida? ¿Qué servicios podían
exigirme aún aquí? Mi estancia en Cumberland no era ya de ninguna utilidad,
y la autorización que me había concedido el señor Fairlie no me imponía plazo
para marcharme. ¿Por qué no acabar con todo ello de una vez, ahora mismo?
Decidí, pues, partir. Aún quedaban unas horas diurnas, y no había razón
alguna que me impidiese salir camino de Londres aquella misma tarde. Di al
señor Gilmore la primera disculpa aceptable que se me ocurrió para separarme
de él y regresé precipitadamente a la casa. Me dirigía a mi cuarto cuando
encontré en la escalera a la señorita Halcombe. Al notar mi prisa y el cambio
que se había producido en mi humor comprendió que tenía alguna nueva idea
y me preguntó qué había ocurrido.
Le expliqué las razones que me inducían a marcharme en seguida,
exactamente tal como acabo de exponerlas.
—No, no —dijo con firmeza y amabilidad—. Despídase de nosotras como
un amigo y parta el pan con nosotros una vez más. Quédese a cenar, quédese
para ayudarnos a pasar nuestra última velada con tanta alegría como pasamos
las primeras, si podemos. Se lo pido yo, se lo pide la señora Vesey y... —
vaciló y luego dijo— y se lo pide también Laura.
Prometí quedarme. Dios sabe que no hubiese querido dejar en ninguna de
ellas ni sombra de una impresión penosa.
Mi cuarto era el mejor lugar para esperar que tocase la campana para la
cena. Allí estuve hasta que llegó la hora de bajar al comedor.
No había hablado con la señorita Fairlie, ni siquiera la había visto en todo
el día. El primer momento de nuestro encuentro, cuando entré en el salón, fue
una prueba dura para su dominio de sí y para el mío. También ella hizo lo
posible para volver en aquella última velada al feliz tiempo pasado que no
volvería jamás. Llevaba el traje que a mí más me gustaba de todos los suyos,
uno de seda azul oscuro adornado con preciosos encajes antiguos. Se adelantó
a saludarme con la naturalidad de otros tiempos, y me alargó su mano con la
inocencia y franca alegría de días más felices. Pero sus dedos fríos que
temblaron sobre los míos, sus mejillas pálidas encendidas con una mancha
febril y la sonrisa apagada que sus labios trataban de esbozar y que se
desvaneció bajo mi mirada, me dijeron a costa de qué sacrificios había logrado
mantener su compostura. Si mi corazón hubiera podido amarla más aún, lo
hubiese hecho en aquel instante como nunca.
El señor Gilmore nos ayudó mucho en aquella ocasión. Estaba del mejor
humor y llevó la conversación con permanente gracejo. La señorita Halcombe
le secundó resueltamente y yo hice cuanto pude por imitar su ejemplo. Los
adorables ojos azules, cuyos menores cambios de expresión tan bien había aprendido a interpretar, me miraron suplicantes cuando nos sentamos a la
mesa: «Ayude a mi hermana —parecía decir su dulce rostro lleno de ansiedad
—, y me ayudará a mí.»
Superamos la cena con cierto éxito, al menos en lo que se refiere a
apariencias exteriores. Cuando las damas se levantaron de la mesa y el señor
Gilmore y yo quedamos solos en el comedor, se presentó una circunstancia
que exigió nuestra máxima atención, al tiempo que me permitió serenarme
regalándome unos instantes de silencio tan necesario y tan grato. El criado
enviado para seguir la pista de Anne Catherick y de la señora Clements volvió
con el resultado de su misión, e inmediatamente fue conducido al comedor.
—Bueno —dijo el señor Gilmore—. ¿Qué ha averiguado usted?
—Pues he averiguado, señor, que las dos mujeres tomaron billetes en
nuestra estación para Carlisle.
—¿Fue usted a Carlisle cuando lo supo, naturalmente?
—Sí, señor; pero siento decirle que allí no encontré ni rastro de ellas.
—¿Preguntó usted en la estación?
—Sí, señor.
—¿Y en los distintos hostales?
—Sí, señor.
—¿Y dejó usted en el puesto de la Policía la nota que yo escribí?
—Sí, señor, la dejé.
—Bien, amigo mío. Ha hecho usted todo lo que pudo, lo mismo que yo, y
ahora tenemos que esperar que se sepa algo nuevo sobre el asunto. Hemos
jugado con nuestros ases, señor Hartright —continuó diciendo el anciano
caballero cuando el criado se fue—. Al menos por ahora las mujeres supieron
burlarnos y no tenemos otro recurso que esperar a que llegue Sir Percival el
lunes. ¿Quiere usted otra copita? Es un excelente Oporto, un buen vino, viejo,
espeso, saludable. Aunque en mi bodega hay vinos mejores.
Volvimos al salón, a la estación donde habían transcurrido las más felices
veladas de mi vida y a la que no regresaría jamás después de aquella noche. Su
aspecto había cambiado desde que los días eran más cortos y el tiempo más
frío. Las puertas de cristal de la terraza estaban cerradas y ocultas tras gruesas
cortinas. En lugar de la deliciosa penumbra crepuscular en que nos sentábamos
allí hacía algún tiempo, cegó mis ojos el intenso resplandor de las lámparas.
Todo había cambiado, dentro de la casa y fuera de ella.
La señorita Halcombe y el señor Gilmore se sentaron junto a la mesa de juego, y la señora Vesey ocupó su silla de costumbre. Disponían de su velada
libres de opresión alguna, pero al observarlo sentí con más dolor qué opresión
pesaba sobre la mía. Vi que la señorita Fairlie se dirigió hacia el musiquero.
Había pasado el tiempo en que podía seguirla hasta allí. Esperé indeciso sin
saber ni a dónde ir ni qué hacer. Hasta que ella me lanzó una furtiva mirada,
cogió del estante una pieza de música y vino hacia mí por su propia iniciativa.
—¿Quiere que le toque alguna de estas melodías de Mozart que le
gustaban tanto? —me preguntó, abriendo el cuaderno con nerviosismo y
mirando las notas mientras me hablaba.
Antes de que pudiese darle las gracias, estaba ya en el piano. La silla
próxima a la que yo ocupaba siempre se hallaba vacía. Dio unos acordes, —se
volvió a mirarme—, y sus ojos escrutaron de nuevo el cuaderno de música.
—¿Por qué no se sienta donde siempre? —dijo muy de prisa y en voz muy
baja.
—Me sentaré por ser la última noche —repuse.
No contestó. Su atención parecía concentrarse en la música que conocía de
memoria y que había tocado infinitas veces sin necesidad de partitura. Yo sólo
me di cuenta de que me había oído y que sabía que estaba junto a ella, porque
el rubor de la mejilla que estaba más cerca de mí, se apagó y todo su rostro
quedó completamente pálido.
—Siento mucho que se vaya —me dijo bajando su voz a susurro, mientras
sus ojos se clavaban en las notas y sus dedos volaban sobre el teclado con
extraña energía febril que jamás había notado en ella hasta entonces.
—Recordaré sus amables palabras, señorita Fairlie, mucho después de que
pase el día de mañana.
La palidez se extendió más aún por su rostro y ella lo ocultó a mi mirada.
—No hable de mañana —replicó—. Dejemos que esta noche nos hable la
música en su lenguaje, más dichoso que el nuestro.
Sus labios temblaron, salió de ellos un débil suspiro que en vano quiso
dominar. Sus dedos vacilaron y dio una nota falsa, confundiéndose más
cuando quiso corregirse, hasta que acabó por dejar caer las manos sobre el
regazo, con gesto de desesperación. La señorita Halcombe y el señor Gilmore
levantaron la cabeza con asombro desde la mesa donde jugaban una partida de
cartas. Hasta la señora Vesey, que dormitaba en la silla, se despertó al cesar de
repente la música y preguntó que sucedía.
—¿Juega usted al whist, señor Hartright? —preguntó la señorita Halcombe
mirando significativamente hacia el sitio en que yo estaba.