RELATO DE VICENT GILMORE
PROCURADOR DE CHANCERY LANE, LONDRES
Escribo estas líneas a petición de mi amigo Walter Hartright. Intento con
ellas relatar algunos acontecimientos que afectaron seriamente a los intereses
de la señorita Fairlie y que tuvieron lugar poco después que el señor Hartright
abandonara Limmeridge.
No tengo la necesidad de decir si mi opinión sanciona o no el hecho de que
se descubra tan extraordinaria historia de familia, en la cual mi relato
constituye una parte muy importante. El señor Hartright ha asumido esta
responsabilidad y las circunstancias que van a exponerse demostrarán que se
ha ganado con creces el derecho de hacerlo, si así lo considera oportuno. El
plan que él ha trazado para presentar esta historia a los demás de la manera
más real y auténtica exige que la vayan contando —en cada etapa sucesiva del
curso de los acontecimientos— aquellos que tuvieron participación directa en
ellos cuando ocurrieron. El que aparezca yo ahora en el papel de narrador es
una consecuencia necesaria de este proyecto. Estuve presente durante la
estancia de Sir Percival Glyde en Cumberland, y al menos un resultado
importante de su breve visita a la mansión del señor Fairlie fue debido a mi
intervención personal. Por tanto, es mi deber añadir estos nuevos eslabones a
la cadena de acontecimientos y recogerla en el mismo lugar en que, tan sólo
por el momento, la ha soltado el señor Hartright.
Llegué a Limmeridge el viernes 2 de noviembre.
Pensaba permanecer en casa del señor Fairlie hasta la llegada de Sir
Percival Glyde. De llegar a fijar la fecha de la boda de Sir Percival con la
señorita Fairlie, yo regresaría a Londres con las instrucciones necesarias para
ocuparme en seguida de preparar el contrato de matrimonio para la futura
esposa.
No tuve el honor de saludar al señor Fairlie el mismo viernes. Desde hacía
años era, o se figuraba ser, un enfermo y no se encontró con fuerzas para
concederme una entrevista. El primer miembro de la familia que vi fue a la
señorita Halcombe. Me recibió en la puerta de la casa, y me presentó al señor
Hartright, que vivía en aquella desde hacía algún tiempo.
No vi a la señorita Fairlie hasta muy avanzado el día, a la hora de cenar.
No tenía muy buen aspecto y me dio pena advertirlo. Es una criatura
encantadora, dulce y amable, tan amistosa y atenta con todos los que la rodean
como lo fue su admirable madre, aunque hablando de su físico, es el retrato de
su padre. La señora Fairlie tenía ojos y pelo oscuros, y su hija mayor, la
señorita Halcombe me la recuerda mucho. La señorita Fairlie tocó aquella
noche el piano, pero me pareció que no tan bien como otras veces. Jugamos
una partida de whist. Fue una verdadera profanación lo que hicimos de este
noble juego. Me hizo muy buen efecto el señor Hartright desde que me lo
presentaron, pero pronto descubrí que su comportamiento acusaba las taras
naturales de su edad. Hay tres cosas que ninguno de los jóvenes de la presente
generación son capaces de hacer. No pueden saborear el vino, no pueden jugar
al whist y tampoco pueden decirle un piropo a una dama. El señor Hartright no
era una excepción a la regla común. Aparte de esto en esos pocos días y en el
poco tiempo que lo traté me pareció un joven modesto y al que poco faltaba para ser un caballero.
Así, pues, transcurrió el viernes. No aludo a los asuntos más importantes
que ocuparon ese día mi atención, la carta anónima a la señorita Fairlie, las
medidas que juzgué oportuno adoptar cuando me comunicaron lo sucedido y
la convicción que tenía de que toda posible explicación de los hechos íbamos a
obtenerla sin problemas de Sir Percival, ya que todo se ha expuesto, según
creo, en el relato anterior.
El sábado se marchó el señor Hartright antes de que yo bajase a desayunar.
La señorita Fairlie no salió de su cuarto en todo el día y me pareció que la
señorita Halcombe no estaba muy animada. La casa no era ya lo que fue en
tiempo del señor Philip Fairlie y su señora. Me fui a dar un paseo yo solo hasta
el mediodía; anduve por lugares que había descubierto cuando estuve en
Limmeridge la primera vez, hacía treinta años, para tratar algún asunto de
familia. Pero tampoco eran lo que habían sido.
A las dos de la tarde el señor Fairlie me mandó un recado diciendo que se
encontraba lo suficientemente bien como para recibirme. El sí que no había
cambiado en ningún aspecto desde que le conocí. Su conversación giraba en
torno al mismo tema que siempre; él mismo, sus dolencias, sus maravillosas
monedas y sus incomparables aguafuertes de Rembrandt. En cuanto pretendí
enfocar la conversación hacia el asunto que me había llevado a aquella casa,
cerró los ojos y dijo que le «trastornaba». Persistí en trastornarle volviendo
una y otra vez sobre el mismo punto. Más todo lo que pude sacar en claro fue
que consideraba el matrimonio de su sobrina como una cosa hecha que su
padre había sancionado y que él también sancionaba; que era un matrimonio
envidiable y que personalmente estaría encantado cuando terminasen las
molestias que ocasionaba aquel asunto. En cuanto a los contratos, podía
consultar con su sobrina y luego estudiar todo lo que me pareciese, dado lo
bien que yo conocía todos los asuntos de familia, para prepararlo todo y
limitar su participación en el asunto a decir su «sí» de tutor en el momento
convenido, porque por supuesto apoyaría con infinito placer mis deseos y los
de todos los demás. Mientras tanto, yo podía ver cómo estaba, un pobre
enfermo condenado a vivir encerrado en su cuarto. ¿Acaso me parecía que
quería que le atormentasen? No. Pues entonces, ¿por qué atormentarlo?
Quizá me hubiera asombrado de esta increíble ausencia de responsabilidad
e interés por parte del señor Fairlie en su calidad de tutor, si no estuviese tan
enterado de los asuntos de la familia como para recordar que el señor Fairlie
era un hombre soltero y que la propiedad de Limmeridge sólo le interesaba por
cuanto él la habitaba. Así que, tal y como se hallaban las cosas, no salí ni
sorprendido ni decepcionado por el resultado de la entrevista. El señor Fairlie
simplemente había justificado mis expectativas, sin más.