La dama de blanco

24

Nos volvimos a reunir todos a la hora de cenar.

 

Sir Percival se hallaba de buen humor, tan exultante que apenas reconocí 
en él al hombre cuyo tacto, refinamiento y buen sentido tanto me habían 
impresionado durante nuestra conversación de la mañana. Lo único que había 
quedado de su anterior personalidad, y que se manifestaba de manera 
constante era, como pude observar, su modo de tratar a la señorita Fairlie. Una 
palabra o una mirada de ella eran suficientes para cortar su carcajada más 
estrepitosa, para refrenar la festiva fluidez de su discurso y para concentrar en 
ella toda su atención prescindiendo de los demás comensales. Aunque nunca 
trató abiertamente de hacerla intervenir en la conversación, no perdía la menor 
ocasión que ella le daba para hacerle expresar su opinión o para decirle, 
aprovechando las circunstancias, palabras que otro hombre de menor tacto y 
delicadeza le hubiera dedicado sin preámbulos. Me sorprendió ciertamente el 
hecho de que la señorita Fairlie parecía darse cuenta de sus atenciones, sin 
mostrarse emocionada por ellas. Cuando él la miraba o le dirigía la palabra se 
turbaba un poco, pero jamás demostró que le agradase ni que lo agradeciese. 
La fortuna, el rango, la buena crianza y la buena presencia, el respeto de un 
caballero añadido a la devoción del amante, todo estaba humildemente 
depositado a sus pies, pero las apariencias eran de que estaba depositado en 
vano. 
Al día siguiente, que era martes, Sir Percival fue por la mañana a Todd's 
Corner, llevando un criado como guía. Mas, según supe más tarde, sus 
pesquisas no aportaron ningún resultado. Cuando volvió tuvo una entrevista 
con el señor Fairlie, y por la tarde salió a caballo con la señorita Halcombe. 
No sucedió nada más que merezca recordarse. La tarde transcurrió sin 
novedad y no advertí cambio alguno en Sir Percival ni en la señorita Fairlie. 
El correo del miércoles nos trajo un acontecimiento: la respuesta de la 
señora Catherick. Copié aquel documento, que he conservado, por lo que 
ahora puedo reproducirlo aquí. Decía lo siguiente: 


«Señora: Acuso recibo de su carta, en la que me pregunta si mi hija Anne 
estuvo sometida a tratamiento médico con mi autorización y conformidad y si 
la participación que tuvo en ello sir Percival Glyde merece mi gratitud hacia 
este caballero. Tengo el gusto de enviarle mi respuesta afirmativa a ambas 
cuestiones, y créame su solícita servidora, 
JANE ANNE CATHERICK» 

 


Corta, seca y concisa, aquella carta se parecía demasiado a una carta de 
negocios para ser escrita por una mujer y su contenido ofrecía una 
confirmación tan contundente como sólo podía desear sir Percival. Esta fue mi 
opinión, y, con algunas reservas, fue también la de la señorita Halcombe. 
Cuando le enseñamos la carta a Sir Percival no se sorprendió por su tono 
cortante y seco. Nos dijo que la señora Catherick era mujer de pocas palabras, sobria, recta y sin imaginación, que escribía con tanto laconismo y sencillez 
como hablaba. 
Una vez recibida la respuesta satisfactoria que esperábamos, había que 
comunicar a la señorita Fairlie las aclaraciones presentadas por Sir Percival. 
La señorita Halcombe se encargó de hacerlo y salió del salón para subir a ver a 
su hermana pero muy pronto volvió a entrar y se sentó junto al sillón en que 
yo me hallaba leyendo el periódico. Sir Percival acababa de salir para visitar 
las cuadras, y en la habitación no estábamos más que nosotros dos. 
—Supongo que hemos hecho honestamente todo lo que podemos —dijo 
ella dando vueltas entre sus manos a la carta de la señora Catherick. 
—Si somos amigos de Sir Percival, lo conocemos y confiamos en él, 
hemos hecho todo lo que debíamos y aún más de lo que era necesario — 
contesté un poco molesto por aquella reincidencia en las dudas—, pero si 
somos enemigos que sospechamos de él... 
—No hay por qué pensar en esta alternativa —interrumpió—. Somos 
amigos de Sir Percival, y si la generosidad y la paciencia se pudieran añadir a 
la consideración que nos merece, deberíamos ser también admiradores suyos. 
¿Sabe usted que ayer vio al señor Fairlie y que después salió conmigo? 
—Sí, vi que salieron ustedes dos a caballo. 
—Al empezar el paseo hablamos de Anne Catherick y de la manera tan 
extraordinaria en que la encontró el señor Hartright. Pero dejamos pronto este 
tema y Sir Percival habló de su compromiso con Laura en los términos más 
desinteresados. Dijo que ya había notado que ella está muy abatida y se inclina 
a achacar a esta historia el cambio que observa en el modo de tratarlo, 
mientras no se le ofrezca otra explicación. Sin embargo, si hubiese alguna 
causa más sería para el cambio, suplicaría que ni el señor Fairlie ni yo 
forzáramos sus inclinaciones. Todo lo que él pediría en este caso sería que por 
última vez ella recordase las circunstancias en las cuales se prometieron y la 
conducta que él había seguido desde el principio de su noviazgo hasta el 
momento actual. Si después de considerar debidamente estos dos argumentos, 
manifestara un serio deseo de que él renunciase a su pretensión de conseguir el 
honor de ser su esposo y así se lo dijera ella misma clara y abiertamente, se 
sacrificaría dejándola perfectamente libre para romper el compromiso. 
—Ningún hombre podría decir más, señorita Halcombe. Sé por experiencia 
que muy pocos en su caso hubieran dicho tanto. 
Se calló cuando yo dije estas palabras, y me contempló con una singular 
expresión, entre perpleja y desolada. 
—Ni acuso a nadie ni sospecho nada —prorrumpió bruscamente—, pero no puedo ni quiero cargar con la responsabilidad de persuadir a Laura para que 
se case. 
—Esta es exactamente la actitud que le ha indicado Sir Percival que tome 
usted —repliqué con asombro—. Le ha suplicado que no fuerce sus 
inclinaciones. 
—E indirectamente me obliga a que la fuerce si le transmito su mensaje. 
—¿Cómo es posible? 
—Consulte con usted mismo, señor Gilmore, conociendo a Laura como la 
conoce. Si le digo que reflexione sobre las circunstancias de su compromiso 
apelo a la vez a los dos sentimientos más intensos de su naturaleza: su 
devoción a la memoria de su padre y su estima estricta por la verdad. Usted 
sabe que jamás en su vida ha faltado a su palabra, usted sabe que contrajo este 
compromiso al comienzo de la fatal enfermedad de su padre y que éste, en su 
lecho de muerte, hablaba con esperanza e ilusión de su boda con Sir Percival 
Glyde. 
Confieso que me sorprendió su manera de enfocar las cosas. 
—¿No querrá decir —repuse— que cuando Sir Percival le habló ayer 
esperaba obtener con su proposición los mismos resultados que acaba usted de 
mencionar? 
Su rostro abierto y valiente me contestó antes de que hablase. 
—¿Cree usted que soportaría un instante la presencia de un hombre al que 
sospechase capaz de una bajeza similar? —preguntó furiosa. 
Me agradó advertir la viva indignación con que pronunció aquellas 
palabras. Por mi profesión estoy acostumbrado a ver mucha malicia y muy 
poca indignación. 
—En ese caso —añadí—, permítame que le advierta que se está apartando 
de la cuestión. Sean las que sean las consecuencias, Sir Percival tiene derecho 
a esperar que su hermana considere desde todos los puntos de vista su 
compromiso antes de pretender romperlo. Si esta desdichada carta le ha hecho 
desconfiar, vaya en seguida y dígale que se ha justificado perfectamente a los 
ojos de usted y a los míos. ¿Qué objeción puede alegarnos después de esto? 
¿Qué excusa puede oponer para que cambie de este modo el concepto que 
tenía de un hombre al que virtualmente considera su prometido desde hace dos 
años? 
—A los ojos de la ley y de la razón no hay excusa, señor Gilmore, tengo 
que confesarlo. Si aún duda y lo hago yo, achaque nuestra extraña conducta, si 
así lo desea, a un capricho por parte de las dos y soportaremos esa imputación 
lo mejor que podamos. 



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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