Nos volvimos a reunir todos a la hora de cenar.
Sir Percival se hallaba de buen humor, tan exultante que apenas reconocí
en él al hombre cuyo tacto, refinamiento y buen sentido tanto me habían
impresionado durante nuestra conversación de la mañana. Lo único que había
quedado de su anterior personalidad, y que se manifestaba de manera
constante era, como pude observar, su modo de tratar a la señorita Fairlie. Una
palabra o una mirada de ella eran suficientes para cortar su carcajada más
estrepitosa, para refrenar la festiva fluidez de su discurso y para concentrar en
ella toda su atención prescindiendo de los demás comensales. Aunque nunca
trató abiertamente de hacerla intervenir en la conversación, no perdía la menor
ocasión que ella le daba para hacerle expresar su opinión o para decirle,
aprovechando las circunstancias, palabras que otro hombre de menor tacto y
delicadeza le hubiera dedicado sin preámbulos. Me sorprendió ciertamente el
hecho de que la señorita Fairlie parecía darse cuenta de sus atenciones, sin
mostrarse emocionada por ellas. Cuando él la miraba o le dirigía la palabra se
turbaba un poco, pero jamás demostró que le agradase ni que lo agradeciese.
La fortuna, el rango, la buena crianza y la buena presencia, el respeto de un
caballero añadido a la devoción del amante, todo estaba humildemente
depositado a sus pies, pero las apariencias eran de que estaba depositado en
vano.
Al día siguiente, que era martes, Sir Percival fue por la mañana a Todd's
Corner, llevando un criado como guía. Mas, según supe más tarde, sus
pesquisas no aportaron ningún resultado. Cuando volvió tuvo una entrevista
con el señor Fairlie, y por la tarde salió a caballo con la señorita Halcombe.
No sucedió nada más que merezca recordarse. La tarde transcurrió sin
novedad y no advertí cambio alguno en Sir Percival ni en la señorita Fairlie.
El correo del miércoles nos trajo un acontecimiento: la respuesta de la
señora Catherick. Copié aquel documento, que he conservado, por lo que
ahora puedo reproducirlo aquí. Decía lo siguiente:
«Señora: Acuso recibo de su carta, en la que me pregunta si mi hija Anne
estuvo sometida a tratamiento médico con mi autorización y conformidad y si
la participación que tuvo en ello sir Percival Glyde merece mi gratitud hacia
este caballero. Tengo el gusto de enviarle mi respuesta afirmativa a ambas
cuestiones, y créame su solícita servidora,
JANE ANNE CATHERICK»
Corta, seca y concisa, aquella carta se parecía demasiado a una carta de
negocios para ser escrita por una mujer y su contenido ofrecía una
confirmación tan contundente como sólo podía desear sir Percival. Esta fue mi
opinión, y, con algunas reservas, fue también la de la señorita Halcombe.
Cuando le enseñamos la carta a Sir Percival no se sorprendió por su tono
cortante y seco. Nos dijo que la señora Catherick era mujer de pocas palabras, sobria, recta y sin imaginación, que escribía con tanto laconismo y sencillez
como hablaba.
Una vez recibida la respuesta satisfactoria que esperábamos, había que
comunicar a la señorita Fairlie las aclaraciones presentadas por Sir Percival.
La señorita Halcombe se encargó de hacerlo y salió del salón para subir a ver a
su hermana pero muy pronto volvió a entrar y se sentó junto al sillón en que
yo me hallaba leyendo el periódico. Sir Percival acababa de salir para visitar
las cuadras, y en la habitación no estábamos más que nosotros dos.
—Supongo que hemos hecho honestamente todo lo que podemos —dijo
ella dando vueltas entre sus manos a la carta de la señora Catherick.
—Si somos amigos de Sir Percival, lo conocemos y confiamos en él,
hemos hecho todo lo que debíamos y aún más de lo que era necesario —
contesté un poco molesto por aquella reincidencia en las dudas—, pero si
somos enemigos que sospechamos de él...
—No hay por qué pensar en esta alternativa —interrumpió—. Somos
amigos de Sir Percival, y si la generosidad y la paciencia se pudieran añadir a
la consideración que nos merece, deberíamos ser también admiradores suyos.
¿Sabe usted que ayer vio al señor Fairlie y que después salió conmigo?
—Sí, vi que salieron ustedes dos a caballo.
—Al empezar el paseo hablamos de Anne Catherick y de la manera tan
extraordinaria en que la encontró el señor Hartright. Pero dejamos pronto este
tema y Sir Percival habló de su compromiso con Laura en los términos más
desinteresados. Dijo que ya había notado que ella está muy abatida y se inclina
a achacar a esta historia el cambio que observa en el modo de tratarlo,
mientras no se le ofrezca otra explicación. Sin embargo, si hubiese alguna
causa más sería para el cambio, suplicaría que ni el señor Fairlie ni yo
forzáramos sus inclinaciones. Todo lo que él pediría en este caso sería que por
última vez ella recordase las circunstancias en las cuales se prometieron y la
conducta que él había seguido desde el principio de su noviazgo hasta el
momento actual. Si después de considerar debidamente estos dos argumentos,
manifestara un serio deseo de que él renunciase a su pretensión de conseguir el
honor de ser su esposo y así se lo dijera ella misma clara y abiertamente, se
sacrificaría dejándola perfectamente libre para romper el compromiso.
—Ningún hombre podría decir más, señorita Halcombe. Sé por experiencia
que muy pocos en su caso hubieran dicho tanto.
Se calló cuando yo dije estas palabras, y me contempló con una singular
expresión, entre perpleja y desolada.
—Ni acuso a nadie ni sospecho nada —prorrumpió bruscamente—, pero no puedo ni quiero cargar con la responsabilidad de persuadir a Laura para que
se case.
—Esta es exactamente la actitud que le ha indicado Sir Percival que tome
usted —repliqué con asombro—. Le ha suplicado que no fuerce sus
inclinaciones.
—E indirectamente me obliga a que la fuerce si le transmito su mensaje.
—¿Cómo es posible?
—Consulte con usted mismo, señor Gilmore, conociendo a Laura como la
conoce. Si le digo que reflexione sobre las circunstancias de su compromiso
apelo a la vez a los dos sentimientos más intensos de su naturaleza: su
devoción a la memoria de su padre y su estima estricta por la verdad. Usted
sabe que jamás en su vida ha faltado a su palabra, usted sabe que contrajo este
compromiso al comienzo de la fatal enfermedad de su padre y que éste, en su
lecho de muerte, hablaba con esperanza e ilusión de su boda con Sir Percival
Glyde.
Confieso que me sorprendió su manera de enfocar las cosas.
—¿No querrá decir —repuse— que cuando Sir Percival le habló ayer
esperaba obtener con su proposición los mismos resultados que acaba usted de
mencionar?
Su rostro abierto y valiente me contestó antes de que hablase.
—¿Cree usted que soportaría un instante la presencia de un hombre al que
sospechase capaz de una bajeza similar? —preguntó furiosa.
Me agradó advertir la viva indignación con que pronunció aquellas
palabras. Por mi profesión estoy acostumbrado a ver mucha malicia y muy
poca indignación.
—En ese caso —añadí—, permítame que le advierta que se está apartando
de la cuestión. Sean las que sean las consecuencias, Sir Percival tiene derecho
a esperar que su hermana considere desde todos los puntos de vista su
compromiso antes de pretender romperlo. Si esta desdichada carta le ha hecho
desconfiar, vaya en seguida y dígale que se ha justificado perfectamente a los
ojos de usted y a los míos. ¿Qué objeción puede alegarnos después de esto?
¿Qué excusa puede oponer para que cambie de este modo el concepto que
tenía de un hombre al que virtualmente considera su prometido desde hace dos
años?
—A los ojos de la ley y de la razón no hay excusa, señor Gilmore, tengo
que confesarlo. Si aún duda y lo hago yo, achaque nuestra extraña conducta, si
así lo desea, a un capricho por parte de las dos y soportaremos esa imputación
lo mejor que podamos.