La dama de blanco

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Las condiciones que presenté referentes al uso y disposición de las veinte 
mil libras fueron las siguientes: la totalidad de la fortuna debería colocarse de 
modo que su dueña disfrutase de la renta íntegra durante toda su vida. Si 
moría, su esposo dispondría del usufructo y el capital pasaría a los hijos si los 
hubiese. Si no los hubiese, su dueña podía disponer libremente de la fortuna en 
su testamento para lo cual yo le reservaba el derecho de testar. El resultado de 
estas condiciones puede resumirse así: si Lady Glyde (Laura) moría sin dejar 
hijos, su hermanastra la señorita Halcombe, y otros familiares, percibirían, a la 
muerte de su esposo, los legados que ella hubiera dispuesto. Y por otro lado, si 
moría dejando hijos, naturalmente los derechos de éstos se imponían a los de 
todos los demás. Esta era la cláusula que redacté, y espero que todo el que la 
lea esté de acuerdo conmigo en que no podía ser más justa con cada parte 
interesada. 
Veamos cómo se recibieron mis proposiciones por parte del marido. 
Cuando recibí la carta de la señorita Halcombe me hallaba más ocupado 
que de ordinario. Pero me esforcé por encontrar tiempo para ocuparme del 
contrato. Y no había transcurrido una semana desde que la señorita Halcombe 
me escribió anunciándome el matrimonio, que lo tuve redactado y envié la 
copia al procurador de Sir Percival para que diese su conformidad. 
Al cabo de dos días me remitieron el documento con notas y observaciones 
del abogado del barón. En general, sus objeciones eran de índole técnica y de 
escasa importancia, hasta llegar a la cláusula relativa a las veinte mil libras. 
Esta estaba marcada con dos líneas en tinta roja y la acompañaba la siguiente 
nota: 
«Inadmisible. El capital debe ir a Sir Percival Glyde si sobreviviese a lady 
Glyde no habiendo descendencia de ambos». 
Es decir, que ni un penique de las veinte mil libras pasaría a la señorita 
Halcombe o a cualquier otro pariente o amigo de lady Glyde. La totalidad de 
la fortuna iría a parar al bolsillo de su marido. 
A esta atrevida proposición contesté todo lo seca y brevemente que pude: 
«Muy señor mío: Respecto al contrato de la señorita Fairlie, mantengo 
íntegra la cláusula que se niega a aceptar. Suyo afectísimo...» 
Un cuarto de hora después llegó la respuesta: 
«Muy señor mío: Contrato de la señorita Fairlie. Mantengo íntegra la nota 
a tinta roja que usted rechaza. Suyo afectísimo...» 
Hablando en la detestable jerga moderna, nos hallábamos en un «punto 
muerto» y no nos quedaba otro remedio que consultar con nuestros respectivos 
clientes. 

Tal como estaban las cosas, mi cliente —ya que la señorita Fairlie, no 
había cumplido los veintiún años—, era su tutor, el señor Frederick Fairlie. Le 
escribí ese mismo día y le presenté el caso tal y como lo veía; no sólo 
aportando todos los argumentos que se me ocurrieron para que se sostuviese 
en los términos que yo establecí, sino que le hacía resaltar que la base de la 
negativa para la cláusula de las veinte mil libras se fundaba en un motivo ruin. 
Además, yo me había tenido que enterar de la situación económica de Sir 
Percival Glyde al revisar las escrituras de sus propiedades que, como es 
natural me remitieron para mi conocimiento, y pude ver que eran enormes las 
hipotecas que gravaban sus tierras, y aunque nominalmente sus rentas eran 
cuantiosas, para un hombre de su posición social resultaban insignificantes. Lo 
que necesitaba Sir Percival era dinero contante y sonante, y la nota que puso 
su abogado en mi cláusula no era sino la expresión de sus deseos egoístas. 
Recibí a vuelta de correo la respuesta del señor Fairlie, que resultó ser lo 
más desatinada e irritante que cabe. Traducida al inglés corriente se expresaba, 
poco más o menos en estos términos: 
«¿Quisiera ser tan amable, querido Gilmore, de no molestar a su cliente y 
amigo con una contingencia tan remota como exigua? ¿Es probable que una 
joven de veintiún años muera antes que un hombre de cuarenta y cinco y que 
además muera sin sucesión? Por otro lado, ¿será posible apreciar en todo su 
valor, en un mundo de miserias tal como el que vivimos, el mérito inmenso de 
la paz y de la tranquilidad? Si estas dos bendiciones del Cielo pudieran 
comprarse a cambio de esa insignificancia material que supone la remota 
posibilidad de poseer veinte mil libras, ¿no resultará el negocio maravilloso? A 
buen seguro que sí. Entonces, ¿por qué no hacerlo?» 
Con indignación tiré la carta. Apenas había caído al suelo, llamaron a mi 
puerta y apareció en el umbral el señor Merriman, procurador de Sir Percival. 
En este mundo hay muchas especies de hombres de leyes hábiles, pero la más 
difícil de tratar es la de los que le cogen a uno por sorpresa burlando su 
atención con las apariencias de un buen humor imperturbable. 
Un hombre de negocios gordo, bien alimentado, sonriente y amigable es lo 
más desesperante que existe para cualquiera que tenga que tratar con él. Y el 
señor Merriman pertenecía a esta especie. 
—¿Qué tal sigue el bueno del señor Gilmore? —empezó diciendo a la vez 
que irradiaba el calor de su propia afabilidad—. Encantado de verle en tan 
excelente estado de salud. Pasaba por delante de su casa y creí que lo mejor 
sería subir a saludarle por si tenía usted algo nuevo que comunicarme... Bien... 
Si le parece vamos a ver si entre los dos y de palabra solucionamos nuestra 
pequeña diferencia de criterio. ¿Ha tenido usted noticia de su cliente? 
—Sí. ¿Las ha tenido usted del suyo? 

 

—¡Amigo mío, lo que desearía tenerlas! De todo corazón estoy soñando 
con que me libre de este agobio y responsabilidad que pesa sobre mí, pero es 
obstinado, mejor dicho, resuelto, y no cederá... «Merriman, ocúpese de los 
detalles. Haga lo que crea más acertado para mis intereses y considere que yo 
no cuento para nada en este asunto hasta que no esté todo arreglado.» Estas 
fueron las palabras de Sir Percival hará cosa de quince días, y todo lo que he 
conseguido de él ahora es que me las vuelva a repetir. Yo no soy un hombre 
inflexible, como usted sabe, señor Gilmore. Personal y particularmente le 
aseguro que me encantaría borrar ahora mismo esa nota mía. Pero si Sir 
Percival Glyde no quiere ocuparse de este asunto y cierra los ojos a todo lo 
que yo decida respecto a sus intereses, ¿qué partido voy a tomar sino el de 
defenderlos cuanto pueda? Tengo las manos atadas, ¿no lo ve usted, mi 
querido señor? Tengo las manos atadas. 
—Entonces ¿mantiene usted la nota sobre la cláusula? —dije. 
—¡Sí, y que el diablo se la lleve! No me queda otra alternativa. 
Fue hacia la chimenea y se puso al amor de la lumbre, campechanamente 
canturreando una tonada con hermosa voz de bajo. 
—¿Qué dice su cliente? —continuó—. Dígame, por favor, ¿qué dice su 
cliente? 
Me dio vergüenza contestarle la verdad. Traté de ganar tiempo. E hice algo 
peor. Mis instintos legales me dominaron y quise llegar a un acuerdo. 
—Veinte mil libras es una cantidad demasiado considerable para que la 
familia de la novia renuncie a ella en dos días —contesté. 
—Muy cierto— replicó el señor Merriman contemplando pensativo la 
punta de sus botas—. Muy lógica esa contestación, completamente lógica, 
señor... 
—Quizá a mi cliente no le hubiera asustado tanto si se llegase a un 
compromiso que pusiera a salvo los intereses de la familia de la esposa tanto 
como los del marido —continué diciendo—. Veamos, veamos, quizá esta 
contingencia pueda resolverse tras un pequeño regateo, después de todo. ¿Cuál 
es el mínimo con que se contentaría? 
—El mínimo con que nos contentaríamos —dijo Merriman— es 
diecinueve mil novecientas noventa y nueve libras, diecinueve chelines, once 
peniques y tres centavos. ¡Ja, ja, ja! señor Gilmore, perdóneme, pero no puedo 
prescindir de estas pequeñas bromas. 
—¡Pequeñas! —observé—. Vale exactamente el octavo que me queda para 
mí. 
El señor Merriman estaba encantado. Mi respuesta le hizo desternillarse de risa. Yo, por mi parte, no estaba ni la mitad de divertido que él y volví al 
asunto para terminar la entrevista. 
—Estamos a viernes —le dije—. Concédanos plazo hasta el próximo 
martes para dar la respuesta definitiva. 
—Desde luego —contestó Merriman—. Y más días aún, mi querido señor, 
si usted quiere. 
Cogió el sombrero para salir, pero me habló de nuevo: 
—Por cierto —dijo—. ¿Han vuelto a saber sus clientes de Cumberland de 
la mujer que escribió el anónimo? 
—No —contesté—. ¿Ha encontrado usted alguna pista de ella? 
—Aún no —dijo mi amigo jurista—. Pero no perdemos la esperanza. Sir 
Percival sospecha que hay alguien que la esconde, y lo que estamos haciendo 
es vigilar a ese alguien. 
—¿Se refiere usted a la vieja que la acompañaba en Cumberland? — 
pregunté—. 
—Vamos por otro lado, señor Gilmore —contestó el señor Merriman—. 
No hemos logrado dar con la vieja todavía. Nuestro alguien es un hombre. Le 
tenemos muy vigilado aquí en Londres y albergamos serias sospechas de que 
él tiene algo que ver con su escapatoria del sanatorio. Sir Percival quería 
interrogarle en seguida, pero yo le dije: «No. Si le interrogamos le ponemos en 
guardia. Vigilémoslo y esperemos» Ya veremos qué pasa. Es una mujer 
peligrosa, señor Gilmore, para dejarla suelta, y nadie sabe lo que puede 
ocurrírsele hasta ahora. Buenos días. Espero que el próximo martes tendré el 
placer de recibir noticias suyas. 
Esbozó una sonrisa amigable y abandonó mi despacho. 
Durante la última parte de la conversación con mi amigo jurista había 
estado distraído. Me hallaba tan preocupado con el contrato que otros temas 
no podían llamar mi atención, y en cuanto quedé solo empecé a pensar en lo 
que debería hacer desde ese momento. 
Si mi cliente no hubiese sido quien era, hubiera seguido sus instrucciones, 
por mucho que me desagradasen, y renunciaría en el acto a la cláusula acerca 
de las veinte mil libras. Mas no podía obrar con esa indiferencia profesional 
cuando se trataba de la señorita Fairlie. Me inspiraba un honesto sentimiento 
de afecto y admiración, tenía gratos recuerdos de su padre, quien fue para mí 
el mejor cliente y amigo que un hombre puede encontrar; sentía hacia ella, 
ahora que preparaba su contrato de matrimonio, lo mismo que sentiría por una 
hija, si no fuese un viejo solterón, y estaba decidido a cualquier sacrificio para 
defender sus intereses. No había que pensar en escribir al señor Fairlie por segunda vez, pues sólo serviría para darle una nueva oportunidad para salirse 
por la tangente. Si le viera y pudiera convencerle personalmente, tal vez 
consiguiera algo más útil. Al día siguiente era sábado. Decidí comprar el 
billete de ida y vuelta, y dirigir mis viejos huesos hacia Cumberland con la 
pretensión de convencerle para que se mantuviera en los cauces de lo justo, 
independiente y honrado. No tenía duda de que era una pretensión vana, pero 
cuando hubiera intentado realizarla mi conciencia quedaría más tranquila. 
Debía hacer todo lo que era posible hacer en mi situación por la única hija de 
mi antiguo amigo. 
El sábado amaneció un día espléndido con viento de poniente y sol 
radiante. Últimamente había vuelto a tener esa opresión y pesadez de cabeza 
contra la que mi médico venía haciéndome serias advertencias desde hacía 
más de dos años; decidí aprovechar la oportunidad para hacer un poco de 
ejercicio adicional y, después de enviar mi maleta por delante, fui andando 
hasta la estación de Euston. Cuando daba la vuelta por la calle de Holborn, un 
señor que andaba muy deprisa se paró y me dirigió la palabra. Era el señor 
Walter Hartright. 
Si él no me hubiese saludado yo hubiera pasado de largo. Había cambiado 
tanto que me costó reconocerlo. Su rostro estaba pálido y demacrado, sus 
movimientos eran precipitados y vacilantes, y yo, que le recordaba vestido con 
elegancia y pulcritud, cuando le conocí en Limmeridge, le veía ahora tan 
desaliñado que me avergonzaría si uno de mis escribientes se vistiera así. 
—¿Cuándo volvió usted de Cumberland? —me preguntó—. Hace poco 
tuve noticias de la señorita Halcombe. Ya sé que han aceptado las 
explicaciones de sir Percival Glyde. ¿Se celebrará pronto la boda? ¿Lo sabe 
usted, señor Gilmore? 
Hablaba con tanta precipitación y me hacía sus preguntas 
simultáneamente, de manera tan extraña y confusa, que apenas le podía seguir. 
Aunque incidentalmente hubiese tratado con cierta intimidad a la familia de 
Limmeridge no creía yo que tuviese derecho a aspirar a que se le informase 
sobre sus asuntos privados. Decidí, pues, acabar pronto y lo mejor que pudiese 
con el asunto de la boda de la señorita Fairlie. 
—El tiempo lo dirá señor Hartright, el tiempo lo dirá —contesté—. Quiero 
decir que falta poco para que leamos sobre la boda en los periódicos. 
Perdóneme que se lo diga... pero lamento ver que no tiene usted tan buen 
aspecto como cuando le conocí. 
Una momentánea contracción nerviosa agitó sus labios y sus ojos y casi 
me hizo arrepentirme de haberle contestado con tan marcada reserva. 
—No tengo derecho a preguntarle nada acerca de la boda —dijo con amargura—; he de esperar a leerlo en los periódicos como todo el mundo. Sí 
—continuó, antes de que yo pudiese disculparme—. No he estado bien 
últimamente. Me voy a marchar fuera de Inglaterra para cambiar de ambiente 
y de ocupación. La señorita Halcombe ha tenido la amabilidad de apoyarme y 
se han aceptado mis informes. Me marcho muy lejos, pero me tiene sin 
cuidado ni dónde voy, ni si el clima es bueno, ni cuánto tiempo estaré fuera. 
Miraba a su alrededor mientras hablaba, al tumulto de la gente que pasaba 
a derecha e izquierda, con una expresión de extraña suspicacia, como si 
temiese que alguien nos estuviera observando. 
—Le deseo buena suerte y que vuelva sano y salvo —le dije. Y añadí, para 
disipar su impresión de que lo mantenía a raya en lo que se refería a los Fairlie 
—. Me voy ahora a Limmeridge para tratar unos asuntos. La señorita 
Halcombe y la señorita Fairlie se han ido a Yorkshire, a casa de unos amigos. 
Brillaron sus ojos y me pareció que quería decirme algo, pero la misma 
contracción nerviosa de antes desfiguró su rostro. Cogió mi mano, la estrechó 
con fuerza y desapareció entre la multitud sin añadir una palabra. A pesar de 
ser para mí casi un extraño, le seguí con la mirada unos instantes, casi 
apenado. Por mi profesión he adquirido bastante experiencia sobre la gente 
joven, y sé muy bien qué importancia tienen los indicios exteriores cuando 
emprenden un mal camino, y cuando llegué a la estación tenía, aunque me 
desagrade decirlo, mis serias dudas acerca del porvenir del señor Hartright. 
 



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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