CAPÍTULO 24: ¿ME PODRIAS BESAR?
La Ley de Murphy dice que cuando piensas que algo saldrá mal, pues así será. No es que quiera decir que mi vida se está yendo al caño en este preciso momento, pero podría suceder si no encuentro una manera de calmar mis malditos nervios. Mi corazón late como si estuviera haciendo carrera y todo mi cuerpo está congelado, mi cabeza quiere estallar por el dolor y si me desmayara lo agradecería.
Me quito los lentes para comenzar a masajear mis sienes, debo encontrar un punto de equilibrio o mis ojos la pagarán. Todavía me duele y me mareo cuando utilizo mis lentes de lectura y si estoy estresado como ahora solo se complica mi situación.
¿Cómo fue que mi sistema se disparó? Claro, después de esa fatídica llamada. Desde entonces, no puedo estar tranquilo.
—Oliver —me llama Arnoldo, acaba de entrar a la oficina. Lleva una carpetilla negra que posterior, se acerca y me la entrega—. Aquí está el informe en ventas que pediste. He subrayado las cifras importantes para que trabajes más rápido sobre ellas.
Abro la carpetilla y comienzo a leer. Lo que me faltaba; la prueba fehaciente que todo mi trabajo pende de un hilo flojo.
—Gracias, ahora tengo una migraña espantosa y leyendo cifras tan grandes en tamaño pequeño solo lo habría empeorado —digo—. Arnoldo, quédate y revisemos juntos.
Miro mis gafas y el solo pensamiento que debo ponérmelas me hace querer gritar.
—Oliver, no te ves para nada bien —alerta—. Es mejor si te vas a tu casa y descansas, ¿sí?
No, irme a casa lo empeorará. Seguiré pensando y podría volverme loco o mejor, fallecer de una jaqueca suprema.
—Comencemos a trabajar y ya —repongo.
Me pongo las gafas y trato de controlar mis expresiones faciales para que Arnoldo no advierta como ha aumentado mi dolor. Debajo del escritorio, aprieto mis manos sobre la tela de mi pantalón de tela.
—Tú no estás bien —replica Arnoldo. Me quita la carpetilla, rodea el escritorio para quitarme las gafas con delicadeza—. Tus ojos están muy rojos y por lo decaída de tu mirada debes estar pasando la muy mal.
Trata de acunar mi rostro y obligarme a mirarlo. En defensa, sacudo mi cabeza.
—Estoy bien… no es para tanto —defiendo.
Mis ojos ruegan por poder descansar, mi cabeza podría cocinar un huevo por lo sobrecalentada que está y para acabar de fastidiarme, ahora siento mi pecho apretado. Sí, definitivamente, unas palabras intercambiadas han podido tumbarme.
Gracias al cielo, Arnoldo no se ha dado por vencido en mi caso.
—Vámonos, Oliver —dictamina—. La mayoría de los que trabajan en este piso están almorzando fuera o en la cafetería, o sea que, si tomamos el ascensor es posible que nadie vea al presidente ejecutivo a punto de morir. Vámonos a casa, Oliver.
Mientras se acerca para ayudarme a levantarme, puedo jurar que en vez de un par de manos he visto tres. Recuesto todo mi peso sobre su espalda y salimos de la oficina. Si alguien nos vio o no, saberlo jamás podré a menos que me lo diga a la cara. Mi seguridad acerca de la realidad de estos momentos se encuentra perturbada gracias a mi dolor.
Tan mala es mi percepción que ni me doy cuenta que ya estamos rodando en la calle. De alguna manera, estoy en mi carro, recostado en los asientos traseros mientras que Arnoldo maneja; no sabía que podía hacerlo, pero me alegro que me haya ayudado a salir. Mi autoexigencia me impide aceptar mi necesidad de descanso y esa llamada lo que hizo fue que quisiera remediar meses de trabajo en unos minutos.
Necesito demostrar que soy apto. Necesito ser la primera opción, al menos en lo que a mi trabajo se refiere. Fallar no es una opción sino una sentencia que no quiero seguir.
El pensamiento de la desaprobación en su rostro hace que me arda la cabeza más.
—Oliver, me detendré en la farmacia para comprarte unas pastillas —me avisa y le respondo con un gruñido débil—. Otra cosa, no puedo quedarme a cuidarte y necesitas que alguien esté pendiente de ti. ¿Donna está en casa?
Niego con la cabeza. Donna solo ha llegado a dormir esta ultima semana porque está en un grupo de estudio y ultimando los últimos detalles para su prueba de admisión a Medicina.
—Puedo apañármelas solo, no… no necesito que cuidessss
Coloco una mano sobre mi frente. Estoy ardiendo y no como quisiera.
—Por supuesto —observó—. ¿Qué hay de Mara?
—En el vuelo devuelta.
Arnoldo maldijo por lo bajo.
—Diablos, no se ocurre nadie más —siseó, luego lo oigo ahogar un grito—. ¿Qué hay de la persona del Instagram? Esa que tenias miedo de que viera el like y por la cual bañaste tu camisa en perfume.
Cierro mis ojos y la mano que tengo sobre mi frente tuve que quitarla por tanto calor.
—Camila…
…
Decir que una ráfaga de memorias de mi amada me ha azotado seria una brava e inútil mentira a revelar porque un dolor de cabeza, al menos los de verdad no te dejan pensar en nada más que quieres arrancarte el cerebro y seguir adelante.