La dama de la noche y el hijo del amanecer

2

─ ¿Lo sabías?

Rhiannon estaba sentada en el alfeizar de la ventana  de su habitación, con los brazos rodeándose las piernas. El sol de esa tarde de otoño le acariciaba la espalda con delicadeza, despejada ahora de su melena larga y de color negro azabache, idéntica a la de su madre.

Aileana, aunque casi todo el mundo la conocía como Lea, estaba sentada en la cama de su hija, con las piernas cruzadas bajo su cuerpo. Ella era quien le había recogido el pelo en un moño cuidado y bonito que Rhiannon sospechaba que nunca sería capaz de hacerse. Adoraba su larga y rebelde melena, pero no tenía la paciencia suficiente para aquel tipo de cuidados.

─Sí ─reconoció su madre, pasando la mano por la tela de la ropa de cama pulcramente hecha.

Rhiannon llevaba más de una semana sin dormir en el palacio, y sospechaba que esa noche le tocaría hacerlo por fin. Después del anuncio que su padre le había hecho, marcharse a dormir en su casa de la capital habría resultado una especie de huída, y ella no era ninguna cobarde

─No sabía exactamente cuándo iba a decírtelo ─prosiguió su madre─, pero sí, sabía que quería hablar contigo sobre un posible acuerdo de matrimonio. Tu padre ha estado considerando diferentes opciones durante semanas, muchas, créeme, pero al final parece que solo se ha quedado con Gawain y con ese heredero. No casaría a su hija mayor con cualquiera ─puntualizó, una sonrisa ladeada adornando sus carnosos labios.

Rhiannon no hizo ningún comentario. Apoyó la barbilla sobre las rodillas y sopesó las palabras de su madre. No, su padre no la forzaría a contraer matrimonio con alguien que no estuviera a la altura del apellido Maira, y menos si Rhiannon en el fondo no deseaba hacerlo. Kendrick podía ser duro y afilado como una estatua tallada, inflexible, actuando siempre según los deberes que la corona y el escudo de la Casa le imponían, pero por encima de todo eso, el Hijo Predilecto adoraba a su familia. Sobre todo a su primera hija, la que muchos decían que era la que más se parecía a él, a pesar de haber heredado el carácter fiero y más liberal de su madre.

─ ¿Keiran lo sabe? ─preguntó finalmente.

─No. De momento no vamos a decírselo.

Rhiannon asintió en silencio. El que un día sería el gobernante de la Sombra y la Niebla y el Hijo Predilecto actual chocaban entre ellos por las cuestiones más nimias. Había sido así desde antes de que Rhiannon hubiera nacido. Por aquel entonces, Keiran tenía ya diecisiete años y una formación como guerrero más que respetable, incluso entre los dannan que se habían entrenado bajo las órdenes de su abuelo, Gwilym. Según le había dicho su madre, Keiran siempre había tenido un carácter fuerte que solo se había ido marcando más con el paso de los años y con los poderes que daban nombre a su Casa cada vez más despiertos en su interior. Y, por alguna razón que nadie terminaba todavía de comprender del todo, ese carácter siempre lo había descargado sobre su padre. Rhiannon sospechaba que tenía que ver con sus personalidades, completamente diferentes, y con la educación que Keiran recibía. Una educación enfocada a moldearlo y convertirlo en un noble más. En un futuro gobernante de Elter.

Keiran adoraba a su hermana pequeña tanto como ella lo quería a él, y Rhiannon estaba segura de que si se enteraba de los planes de Kendrick para casarla sin que ella lo desease de verdad…

Se clavó los dedos en las palmas de las manos para cortar esos pensamientos. A veces le molestaba que aun ahora, con casi cincuenta años, su hermano siguiera tratándola en muchas ocasiones como si todavía fuera una chiquilla, pero ella sabía por qué lo hacía. Quería protegerla, a ella y a su naturaleza salvaje que no terminaba de casar con aquel lugar lleno de aristócratas que siseaban a sus espaldas como un nido de víboras.

Quería que siguiera siendo su hermana pequeña, indómita como el mar que golpeaba los acantilados de Llanrhidian e inocente como una flor recién abierta. Pura y auténtica, con el poder de los dioses dentro de ella, fiero y salvaje, sin las ataduras con las Keiran tenía que lidiar para convertirse en el Hijo Predilecto algún día.

─Y, ¿Gawain? ─preguntó tras una breve pausa.

─No lo sé. Me imagino que si lo supiera lo habría comentado con Keiran.

Rhiannon volvió a guardar silencio, sopesando la relación que había entre su hermano y su primo. No había tenido demasiadas ocasiones para verlos interactuar juntos, pero sabía que entre ellos existía un vínculo muy fuerte, a pesar de sus diferencias, no solamente las físicas. A simple vista, Keiran y Rhiannon no parecían guardar ningún parentesco con Gawain. Era tan alto como Keiran, pero mientras que el tono de piel de los descendientes del Hijo Predilecto era de un blanco casi níveo, sobre todo en el caso de Rhiannon, Gawain tenía una tonalidad dorada que la joven fae no sabía de dónde sacaba si se pasaba tanto tiempo en la biblioteca, entre sus libros. Además, sus cabellos eran como hebras de oro, y sus ojos, aunque azules, no tenían nada que ver con los de Keiran. Los del hermano de Rhiannon eran de la misma tonalidad cobalto que su madre, y los de Gawain eran de un color azul muy claro, celeste decían algunos, el color del firmamento una mañana de verano. A ella le recordaba más a la superficie de un lago helado en invierno.

Gawain no era hablador como Rhiannon, ni siquiera como Keiran. Su mutismo a veces exasperaba a su prima, y su falta de interés en actividades como aprender a manejar diferentes tipos de armas o conocer cómo funcionaban determinados asuntos de Estado (los que no tenían nada que ver con la frivolidad de los cortesanos, por supuesto) la hacía cerrar los puños hasta clavarse las uñas en las palmas de las manos y apretar los dientes hasta que estos le rechinaban. Tampoco comprendía cómo era capaz de pasarse el día entero sentado con un libro en las manos y la cabeza inclinada hacia él, mientras a su alrededor había una tierra esperando a ser explorada por ojos nuevos y dispuestos a asombrarse con ella.




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