La dama de la noche y el hijo del amanecer

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En esa parte del continente hacía un frío que pelaba, a pesar de que todavía quedaba más de un mes para que llegase el invierno. La nieve aun no cubría la tierra como en la Casa del Agua y del Cristal, cuyas latitudes más altas estaban escondidas bajo el hielo durante todo el año. Rhiannon llevaba semanas deseando que comenzase a nevar lo suficientemente fuerte en la Sombra y la Niebla como para que los caminos se volvieran impracticables durante un tiempo. Ella se marcharía a pasar unos días con su familia materna y le serviría de excusa para quedarse más tiempo.

La joven nunca había estado tan al sur. Para ser exactos, nunca había ido más allá de la montaña sagrada de la Tierra de Nadie, Beinn Nibheis. Se había recorrido su Casa de arriba abajo en múltiples ocasiones, así como la tierra de los feéricos salvajes. También había hecho alguna visita extraoficial al Agua y el Cristal sin que nadie se enterase, y estaba ansiosa por conocer los territorios restantes que le faltaban. Sus tierras y sus pueblos, no sus palacios y aristócratas, como se encontraba en esa ocasión. Cualquier lugar donde el escudo del ave y la flor de manzano de la Casa no estuviera a la vista.

Todo estaba yendo exactamente como se esperaba. Había ido sola, después de mucho insistir en que no hacía falta que llevara consigo ningún séquito; no necesitaba a la familia entera tratando de venderla al hijo del gobernante del Viento y la Tormenta. No le había permitido ni a su madre ni a su hermano ir con ella. Podía arreglárselas sola. Estaba acostumbrada a los comentarios de todo tipo, sobre todo los que hacían referencia a su linaje materno, y sabía defenderse de ellos. Por lo demás, no estaba preocupada. Nadie le pondría la mano encima. En caso contrario, llevaba una daga atada al muslo y tenía las sombras de su lado.

No tuvo tiempo de estar a solas con su pretendiente antes de la cena y a Rhiannon no le pareció mal. Se cambió el vestido negro que había traído por la mañana por otro más apropiado para la ocasión. Un vestido que ella le encantaba y que sabía que le quedaba espectacular. El corpiño era negro y dejaba a la vista sus brazos y sus hombros, hasta llegar a una altura considerada decorosa por encima de sus senos. La falda era de tul gris, un guiño sutil a la Casa del Viento y la Tormenta cuyos colores distintivos eran precisamente el gris tormenta y el blanco impoluto. La falda dejaba ver el contorno de sus piernas por debajo del tejido de una manera sutil al mismo tiempo que sensual que a ella le encantaba.

Pero lo que más le gustaba del vestido eran los diseños en subían por su falda hasta la cintura, de un tono negro parecía tragarse la luz que incidía en él, bajando desde su cintura como serpientes hasta el bajo, difuminándose en algunas partes como si estuvieran hechos de sombras. Su pelo suelto caía en largas y sedosas ondas hasta su cintura. Lo apartaba de su rostro con una diadema de terciopelo también de color gris. La melena espesa tapaba el tatuaje que llevaba en su espalda, subiendo desde su cintura hasta sus omóplatos. Un recordatorio de quién era y de quienes descendía, un atrevimiento que se había permitido plasmar en su piel para siempre luego de haber alcanzado la inmortalidad plena.

Durante mucho tiempo, Rhiannon se había sentido insegura de su apariencia física. Se veía como un boceto en blanco y negro de su madre, con su piel de alabastro y la melena negra como la tinta, igual que sus ojos, idénticos a los de su padre. Siempre había deseado haber heredado el azul cobalto de Lea, igual que su hermano mayor, así como las facciones más suaves y atractivas de su línea materna, en lugar de los ángulos duros de Kendrick, agradables en los hombres, pero no tanto en las mujeres. Rhiannon había tardado en aprender a ver la belleza en la imagen que le devolvían los espejos en los que se miraba, y haber descubierto el poder que corría por sus venas la había ayudado. Le había dado seguridad, y eso se reflejaba en la joven mujer fae que estaba ahora sentada en la mesa de una Casa que no era la suya, sola, sin ningún cortesano de la Sombra y la Niebla a su lado.

Y como ocurría habitualmente en el mundo en el que habitaba, las mujeres fuertes incomodaban a los hombres. Los de elevada posición no eran ninguna excepción. Rhiannon podía sentirlo en sus miradas, en la manera en la que el padre de Darren y actual Hijo Predilecto de la Casa, Thane, la había sondeado, tratando de averiguar cuánto poder había dentro de ella. Rhiannon se lo había permitido, mostrándole solamente una fracción de lo que había en su interior. Lo suficiente como para que se sintiera impresionado, lo mínimo para poder dar una sorpresa en caso de que fuera necesario. Porque Rhiannon no creía en la paz fría entre la Sombra y la Niebla y el Viento y la Tormenta. Si algo había demostrado la historia de Elter en milenios de existencia, era que las relaciones entre los feéricos se calentaban con facilidad.

─Sois muy valiente por venir aquí sola ─le había dicho el Hijo Predilecto de la Casa del sur luego de las presentaciones formales.

─ ¿Hay alguna razón por la que deba ser valiente, mi señor? ─había replicado Rhiannon con suavidad.

La ceja levemente levantada y el tono edulcorado con el que había pronunciado las dos últimas palabras hicieron que las comisuras de los labios de Thane se estirasen un poco más, de manera casi imperceptible.

─Por supuesto que no. No queremos otra guerra, después de la última. Aunque algunos salieron beneficiados, por supuesto ─su sonrisa se amplió, dejando a la vista dos hileras de dientes perfectos─. Fue lo que unió a vuestros padres, después de todo. 




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