La dama de la noche y el hijo del amanecer

6

Rhiannon nunca había tenido ciclos regulares, pero jamás había experimentado un retraso de diez días. Eso la había llevado a alejarse más de la capital de la noche anterior e internarse en el norte de Tierra de Nadie, buscando algo que necesitaba.

Desde la noche en la que se había formalizado su compromiso con Gawain pasaba más tiempo en el palacio. No porque quisiera, sino porque era lo que se esperaba de ella. Ahora, Rhiannon y su futuro marido compartían una habitación en el ala residencial, ocupada también por otros nobles con los que compartían parentesco cercano. Ese era el único cambio evidente en su vida desde el compromiso. O lo había sido hasta esa mañana.

Rhiannon y Gawain no se veían ni hablaban mucho más que antes a pesar de que ahora compartían cama, si es que se le podía llamar así a lo que hacían. Él seguía levantándose con los primeros rayos del sol y desaparecía durante horas; no solían coincidir en la hora de la comida y Gawain tampoco se dejaba ver por el palacio durante la tarde. Por las noches, cuando él se iba a dormir, Rhiannon era la que salía del palacio. Visitaba la capital, la casa que allí tenía y a sus gentes, mezclándose con ellos como una más. Los escuchaba hablar de lo que quisieran compartir con ella, ya fuera banalidades de su día a día como otras pequeñas quejas sobre asuntos más importantes, más relacionados con la Casa. Nadie tenía miedo de hablar de aquel tipo de cosas delante de la hija del gobernante de su territorio, porque confiaban en ella. Rhiannon no sabía en qué momento había acontecido, ni tampoco qué era lo que había hecho exactamente para ganarse la confianza de sus ciudadanos de aquella manera, pero tampoco le importaba demasiado. Ellos le hablaban y ella escuchaba con atención para luego hacer todo lo posible por ayudarlos. La joven era como una sombra; discreta, pero siempre presente. Los ciudadanos y ciudadanas la tratan como si no fuera una aristócrata ni una descendiente de un pueblo guerrero. Solo una simple habitante más de su ciudad y de su Casa, quizás con un poco más de respeto y con la cabeza ligeramente más baja a la hora de mirarla a los ojos. Y, por supuesto, también visitaba a sus caballos. Salía a cabalgar con alguna de las yeguas durante largas horas hasta que el cielo comenzaba a adquirir el color de los ojos de su hermano y regresaba.

Los paseos a caballo eran lo que más le gustaba. Para Rhiannon significaban paz y libertad, fieras e indómitas. Desde que había vuelto del Viento y la Tormenta sentía que los necesitaba más que nunca. La calmaban, la hacían sentirse viva y dueña de sí misma durante las horas que duraban. Hasta la noche anterior.

Rhiannon se movió para aliviar la rigidez que sentía en el cuello y el agua onduló a su alrededor. Llevaba metida en la bañera de la habitación que compartía con Gawain… no sabía exactamente cuánto.

Se había deslizado en el interior del cuarto poco antes que de que el sol comenzase a salpicar el cielo de tonos rosa y se había metido en la cama al lado de su prometido luego de cambiarse de ropa a toda prisa. Había cerrado los ojos y había tratado de pausar su respiración durante los interminables momentos que pasaron hasta que Gawain por fin se levantó, se vistió y salió de la habitación en silencio. Luego de escuchar el clic de la puerta, se había levantado de un salto, había cogido las hojas de diente de león que había recogido esa noche y se había encerrado en el baño.

Metida en la bañera, cruzó los brazos sobre la parte baja de su vientre, pero no había nada protector en ese gesto. Rhiannon estaba esperando. Algo, no sabía exactamente el qué. Un movimiento, aunque sabía que era imposible todavía. Alguna pequeña chispa de vida, algo que notase que no era del todo suyo, algo que no encajase. Pero no había nada de eso, por lo menos en su cuerpo todavía no. Sin embargo, las hojas de diente de león se habían tornado rojas. Rhiannon sabía que no era un método completamente fiable, que lo mejor era ir a una sanadora o esperar más días, pero cuando el color broncíneo aparecía sobre las hojas frescas después de haber orinado en ellas una hora antes, no había duda.

Estaba embarazada.

Rhiannon lo sabía antes de haber visto el resultado, pero no quería creerlo. Se había aferrado a la posibilidad de que fuera un retraso normal, le había rezado a Dannu porque así fuera, incluso a Madre. A cualquiera que quisiera escucharla. Pero ninguna deidad lo hizo.

Había llenado la bañera de agua caliente luego de haber mirado las hojas teñidas de un color poco natural y se había metido dentro, esperando que con eso pudiera disipar el frío que se había instalado en su interior.

No lo había conseguido. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba en el agua. La había cambiado varias veces sin salir de la bañera, abriendo el grifo con el pie y destacando el desagüe con ayuda de los dedos. Cada vez la llenaba más y hacía que el agua estuviera más caliente, pero Rhiannon seguía estando congelada.

Escuchó un siseo a su lado y giró la cabeza en su dirección, el pelo corto haciéndole cosquillas sobre la piel del cuello. Había una sombra negra y alargada asomada al borde de la bañera. Siseó de nuevo, tratando de decirle algo, pero Rhiannon no la comprendió. Alargó la mano hacia ella para tocarla y que se extendiera por sus dedos. Fue vagamente consciente de que tenía la piel enrojecida por el calor del agua.

La sombra murmuró cuando tocó sus dedos y creyó distinguir una palabra entre los sonidos silbantes, como soplo de aire por una cerradura.

Rhiannon.




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