La dama de la noche y el hijo del amanecer

9

Rhiannon siempre había adorado la noche; la oscuridad infinita plagada de estrellas y lunas de diferentes tamaños observándola, unas veces con más descaro que otras. Su madre siempre le decía que la propia Rhiannon era como uno de esos astros nocturnos. En ocasiones discreta, otras totalmente invisible, y a veces acaparando toda la atención, brillante y misteriosa como una luna llena. Para ella las horas nocturnas siempre eran escasas, incluso en invierno, cuando los días se veían reducidos considerablemente y las estrellas no terminaban de desaparecer en el cielo. Sin embargo, esa noche para ella fue interminable.

Se cambió el pantalón y el jersey por un camisón de algodón grueso, pero ni eso ni las ventanas cerradas ni el calor que desprendía el sistema de calefacción mágica del apartamento impidieron que el frío volviera a devorarla.

Sin embargo, todo comenzó como un calor palpitante en la zona de su bajo vientre, pulsante e incluso agradable, que se iba extendiendo desde el centro de su origen hasta sus piernas y su estómago. Pero el calor fue aumentando poco a poco, igual que las pulsaciones de su vientre y, dejaron de ser reconfortantes para convertirse en un tormento que ella no había experimentado ni en sus peores días de sangrado. Cuando comenzó a sentir que el calor la quemaba por dentro, se dio cuenta de que no era un fuego lo que la abrasaba, sino el frío más penetrante que jamás había sentado.

Los temblores comenzaron a agitar su cuerpo casi al mismo tiempo que la sangre empezaba a deslizarse por sus muslos y manchar el camisón de tela oscura y las sábanas de su cama. Rhiannon estaba tumbada de costado, con los brazos rodeando su cuerpo y sus dedos clavados en la tela del camisón, crispados, como si fueran las garras de un ave rapaz sobre la carne de su presa. Sus ojos estaban cerrados con fuerza para evitar que ningún resquicio de luz de la lámpara del techo se colase hasta sus retinas, pero ni siquiera la oscuridad tras sus párpados conseguía reconfortarla. Además, tampoco quería toparse con la mirada preocupada de Gawain, a quien podía sentir no muy lejos de ella, aunque no estaba segura de dónde se encontraba.

El cuerpo de su primo rezumaba una preocupación asfixiante que llenaba su boca y su nariz de un regusto ácido, pero no tenía fuerzas para pedirle que se tranquilizase, para decirle que se encontraba bien, o tal vez que se alejase un poco de ella. Rhiannon no estaba segura de si de verdad deseaba eso último. No soportaba la idea de quedarse sola con aquel cuerpo tembloroso y aquel frío atroz que no dejaban de torturarla, no solo físicamente, sino también en un plano más profundo, más cerebral.

La razón por la que estaba pasando por todo aquello volvía a su mente una y otra y otra vez. Rhiannon no dejaba de agitarse, cada vez con más fuerza, como un árbol ante una tormenta, sola ante un vendaval, sin más árboles que la protegieran. El dolor que nacía de su vientre y se extendía por su cuerpo en ondas furiosas como un mar embravecido no cesaba, sino todo lo contrario. Crecía y crecía, y la sangre entre sus piernas no dejaba de manar y manchar la ropa. Hasta esa sangre la sentía fría en sus muslos, como un río de agua helada.

Soltó un gruñido bajo y entre dientes cuando una mano cálida le tocó la frente, pero no abrió los ojos. Era una mano increíblemente suave, sin callos producidos por las armas y la guerra. Una mano amable que se había tendido hacia ella y la había ayudado cuando creía que no le quedaba nada más a lo que aferrarse.

─Joder, Rhiannon, estás ardiendo.

Ella quiso replicar, pero tenía la mandíbula apretada con fuerza para evitar que los dientes le castañeteasen. Tanta, que estaban empezando a entumecérsele los músculos de esa zona.

Era imposible que tuviera fiebre. El frío se la estaba comiendo. Poco a poco, sin prisa, incansable. Royéndola desde dentro, desde los huesos, formando esquirlas que navegaban por su sangre a todo su cuerpo, clavándose con saña en sus músculos y sus entrañas. En cada recoveco de su cuerpo.

La mano suave y amigable se apartó de su frente. Ella quiso protestar, pero las palabras no le salieron. Escuchó pasos que se alejaban, moviéndose sobre la tarima de madera de la habitación de una manera demasiado ruidosa como para pertenecer a un soldado experimentado. Demasiado incluso para alguien acostumbrado a moverse por una biblioteca silenciosa, pensó Rhiannon en la distancia, en medio del zumbido furioso que había dentro de su cabeza.

No estaba segura de cuánto tiempo pasó hasta que las manos volvieron, pero cuando lo hicieron no se posaron de nuevo en su frente, sino que la rodearon y la levantaron de la cama.

Creyó escuchar su nombre, pero el sonido lastimero de protesta que escapó de su garganta le impidió estar segura. El cuerpo cálido de Gawain se pegó a su costado y los brazos del fae la rodearon por debajo de las rodillas y por la cintura, acomodándola contra su cuerpo duro y reconfortante. Cálido. Deliciosamente cálido, casi balsámico.

Rhiannon cerró los dedos alrededor de la tela de su camisa, tratando de acercar más su cuerpo al de Gawain, pero entonces los brazos que la rodeaban trataron de alejarla.

─Si no me sueltas, no puedo meterte en la bañera, Rhiannon ─escuchó susurrar contra su pelo.

La joven entreabrió los ojos, pero volvió a cerrarlos con rapidez. La luz de la estancia le aguijoneaba las retinas, pero había podido distinguir la pileta del baño y el espejo que había sobre ella. Había vislumbrado, también, una figura alta reflejada en la superficie brillante, con un bulto encogido en sus brazos.




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