La dama de la noche y el hijo del amanecer

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Rhiannon dejó de estremecerse con violencia cuando el cielo empezó a adquirir una tonalidad azul marino. Consiguió sostenerse en pie con ayuda de Gawain cuando el azul dio paso al violeta y al rosa.

Él la ayudó a cambiarse la ropa empapada y teñida de rojo desvaído por otra seca y limpia. Gawain no puedo evitar detenerse un momento a contemplar el tatuaje que recorría la espalda de su prima, desde la cintura hasta casi la altura de sus hombros; llamas negras y furiosas, similares a serpientes, lamiendo la piel de sus costillas y sus omóplatos, entrelazándose entre ellas y con las cuatro fases de la luna y una flor abierta que reconoció como un cardo. Sus dos linajes entremezclados en su piel.

Le secó el pelo y la frente húmedos de sudor y la llevó en bazos hasta la cama, con su cuerpo tibio, pero ya no febril y apenas tembloroso, exhausto, sin fuerzas ni siquiera para recorrer la corta distancia que separaba el armario donde Gawain había cogido el pantalón holgado y el jersey oscuro. La arropó con las sábanas después de asegurarse de que no tenían manchas de sangre y aguardó a que se sumiera en un sueño pesado que no tardó en llegar.

Gawain dejó escapar un suspiro largo y profundo cuando el pecho de Rhiannon comenzó a subir y a bajar con regularidad y las sombras, que parecían vibrar en cada recoveco de la habitación a donde la luz no llegaba, se quedaron quietas y tranquilas.

Abrió la ventana lo justo para que la brisa fresca se llevase poco a poco el olor de lo que había ocurrido en el apartamento esa noche y luego volvió al baño. Allí el olor era más intenso, entremezclado con el de las lágrimas no derramadas y el del poder de las sombras que habían acompañado a Rhiannon durante las últimas horas. Quitó el tapón de la bañera y dejó el agua ya fría y teñida de rojo se marchase por el desagüe.

Él también estaba empapado, desde los pantalones hasta la camisa, y tenía manchas escarlata por toda la tela de su ropa. Se quedó mirando el reflejo que le devolvía el espejo durante un momento, con el frío de finales de otoño colándose entre los hilos de sus prendas húmedas. Su pelo, habitualmente impoluto, estaba hecho un desastre; él también estaba sudado, pero de preocupación e impotencia. Y también de rabia y dolor. Esas emociones no solo se las había transmitido Rhiannon mientras se encontraba con él en la bañera, sino que habían nacido en su propio interior al ver a su prima así. Su prima, siempre entera y con una mirada traviesa que parecía vaticinar algún enredo inocente, siempre fuerte y fiera como la guerrera que se ocultaba bajo los vestidos elegantes y de diseños sencillos pero sensuales.

Rhiannon, a quien siempre había tenido en mente como una dama de sombras y noche, se había hecho pedazos entre sus brazos y le había pedido ayuda. A él. Al hijo de los cielos celestes y los amaneceres despejados, que se ocultaba detrás de las páginas sobadas de los libros y contemplaba desde lejos las peleas y los entrenamientos.

Ojalá nunca hubiera tenido que ocurrir; no de la manera en la que había sucedido. Gawain no era una persona violenta, siempre había reunido las contiendas físicas, pero la idea de lo que el desgraciado de Darren le había hecho…

Abrió los puños cuando los pinchazos de dolor que sentía en las palmas de las manos se hicieron insoportables. Apartó la mirada de su reflejo cansado, ojeroso y de piel pálida, hacia sus manos que ahora presentaban medias lunas rojizas. Ese gesto hizo que volviera a reparar en la sangre que manchaba su ropa.

Suspiró de nuevo y salió del baño. Se aseguró de que Rhiannon siguiera durmiendo antes de dirigirse a la habitación que ocupaba Keiran cuando se dejaba caer por allí. El hijo mayor del gobernante de la Sombra y la Niebla no tenía ninguna casa en propiedad, ni en la villa palaciega ni en la capital, ni tampoco en Llanrhidian. Cuando se quedaba a dormir en la capital, la hacía en la habitación más pequeña del apartamento de Rhiannon, que antes había pertenecido a sus abuelos maternos, Maeve y Gwilym.

El jersey que Gawain cogió prestado le quedaba ancho en los hombros y tuvo que doblar las perneras del pantalón para que no se arrastrasen por el suelo. Ya se las arreglaría para devolver la ropa sin que Keiran se diera cuenta de que las había cogido.

No quería husmear en la vida privada de su prima mientras esta se recuperaba de la dura noche que había pasado, retorciéndose de dolor entre sus brazos, pero no pudo evitar echar un vistazo al apartamento. En parte, lo hizo porque tenía curiosidad por conocer más de la mujer con la que compartía sangre y pronto sería formalmente su esposa. Ese ente misterioso que adoraba las sombras y que, al parecer, podía controlarlas, igual que su tío Kendrick. Esa criatura que creía hecha de dura roca inquebrantable, pero que había resultado no serlo. Rhiannon era como los acantilados de la costa de la Sombra y la Niebla; duros, pero con paciencia y perseverancia, moldeables.

Gawain no estaba del todo seguro de quién habría pintado los cuadros que había en el salón. Los que tenían una gama más amplia de colores probablemente fueran de su tía Aileana; Keiran prefería dibujar con carboncillo, empleando tonos grises y negros. Muchos de los dibujos representaban lugares de Llanrhidian, pero el que más llamó su atención era un pequeño retrato de Kendrick.

Aparecía casi de perfil, sin corona y sin el escudo de la Casa visible por ningún sitio, lo cual resultaba tremendamente extraño para Gawain; nunca había visto a su tío así, sin ningún distintivo de su posición en sus hombros o en su cabeza, ni siquiera en su mirada, que a pesar de transmitir la negrura infinita que se podía apreciar en persona, parecía más… relajada.




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