La dama de la noche y el hijo del amanecer

12

El olor de Llanrhidian era único y especial, perfectamente reconocible. La tierra de los dannan olía a hojarasca húmeda incluso en verano, a humo de hoguera de roble, al salitre del mar de sus costas de acantilados negros y a cuero viejo. Una mezcla entre naturaleza antigua y caprichosa, y guerra sin muerte. A Gawain le había gustado ese olor desde el momento en el que había puesto un pie allí por primera vez, y eso al principio lo había sorprendido. Había tardado muchos años en comprender el porqué.

Allí, en la tierra de los hijos e hijas de la diosa Dannu, Gawain había encontrado el hogar que no tenía en el palacio de la Sombra y la Niebla.

El impacto de una flecha contra una diana de cuero tensó sus músculos. Había estado esperando el disparo, igual que en la media docena de ocasiones anteriores y, de nuevo, lo había vuelto a coger desprevenido. Los dannan lo habían entrenado bien y habían conseguido hacer de él un guerrero decente, pero el arte de la lucha seguiría sin ser su fuerte hasta el día en que muriera. No como a sus primos, los hijos de Lea Fforddludw y descendientes del líder de su comunidad y de la legión que componían.

Si ellos no eran buenos guerreros entre los danan, ¿qué le quedaba a alguien como Gawain?

El sobrino del Hijo Predilecto, el único fae que no pertenecía a la comunidad dannan y que se encontraba en ese momento en sus campos de entrenamiento, enarcó una ceja cuando Iver sacó otra flecha del carcaj que llevaba colgado a su espalda. Si se tratase del propio Gawain, habría empezado a quejarse de que le dolían los brazos después de haber disparado el tercer proyectil. El arco de los dannan era más duro y robusto que los que usaban el resto de feéricos, y también más grande, por lo que requería mayor destreza y fuerza para usarlo. Gawain había tardado décadas en cogerle el truco, pero Iver, con apenas diez años, parecía estar adaptándose bien a esa arma, aunque de momento solo practicaba con una versión más pequeña y ligera que la que usaban los dannan en la guerra.

─Tiene mucho talento con el arco ─dijo cuando la siguiente flecha salió disparada e impactó en uno de los círculos periféricos de la diana.

Todavía le faltaba un poco de puntería, pero la destreza estaba allí. Los dannan creían que las habilidades podían entrenarse, por supuesto, pero también que se nacía con ellas. Por eso los guerreros siempre mostraban predilección por un arma en concreto. La de Gawain era la ballesta; un arma que requería precisión, paciencia para apuntar y que permitía mantenerse alejado del enemigo una distancia prudencial.

Keiran, sentado en el suelo a su lado, rio por lo bajo.

─Sí, pero está deseando que Rhiri termine con él y poder practicar con las espadas gemelas. Es lo que más le gusta ─dijo con una sonrisa traviesa teñida de admiración.

Gawain, en cambio, apretó los dientes con fuerza. Las espadas gemelas eran el arma que más nervioso lo ponía. Había visto a muy pocos dannan controlar con afectividad, sin perder un dedo o hacerse algún corte feo mientras practicaban con ellas. Una de esos guerreros era Maeve, la abuela materna de sus primos.

Esta se encontraba a la derecha de Iver, a un par de pasos de distancia, con las manos sobre las caderas, observando cómo este disparaba una flecha tras otra. La mujer de cabello castaño claro y ojos grises les daba la espalda a Gawain y a Keiran, dejando a la vista los dos juegos de espadas gemelas que llevaba prendidos del cinturón.

Al otro lado de Iver, un poco más cerca y con los brazos cruzados, pero también de espaldas, se encontraba Rhiannon. Se había quitado la chaqueta de combate después de practicar con la espada con su hermano mayor, y ahora la tela de la camisa blanca que llevaba debajo se pegaba a su espalda con el sudor, dejando a la vista el diseño en tinta negra que había debajo. Gawain siguió el dibujo de llamas y serpientes, de lunas en diferente fase y cardos en flor, desde la cintura hasta los hombros de su prima, donde el diseño terminaba y el cabello de la joven comenzaba. Se lo había apartado del rostro con una diadema del mismo color que su melena y el sudor había hecho que se le encrespase, haciendo que pareciera más corto. Sin embargo, con su postura resuelta y serena, al mismo tiempo que enérgica, y la forma de su cuerpo atlético y fuerte de baja estatura, no pudo evitar pensar en lo mucho que se parecía a Aileana.

Su tía no los había acompañado ese día a Llanrhidian. Hacía mucho tiempo que no era necesario que acompañase a sus hijos y a su sobrino a la tierra de quienes para ella siempre serían los suyos, pero solía hacerlo como escusa para pasar tiempo en el lugar que la había visto nacer y convertirse en la mujer que había acabado casándose con el Hijo Predilecto de la Casa.

La primera vez que Gawain había pisado el hogar de los dannan, lo había hecho cogido de su mano. El joven fae podía imaginarse que esa era la razón de que las miradas de sorpresa y recelo que le habían lanzado los habitantes de aquella tierra solo se hubieran quedado en eso, en simples miradas. Vistazos furtivos que con él tiempo habían desaparecido y se habían convertido en pequeñas sonrisas de reconocimiento y bienvenida. El propio Gawain se había convertido en el único fae de la nobleza en tener un recibimiento así, cálido y amistoso.

Hacía mucho tiempo que Aileana se había fijado en el callado y esquivo hijo de Brycen, pero no fue hasta que un día se lo encontró totalmente solo en la biblioteca del palacio, con apenas seis años, cuando se atrevió a acercarse a él. Gawain se encontraba sentado en el alfeizar de una ventana, con las piernas cruzadas debajo de él y un libro abierto delante, con la luz cayendo sobre las páginas ilustradas de aquella antología de cuentos demasiado macabros para un niño de su edad. Pero no había nadie supervisándolo; casi nunca lo había. Su padre estaba demasiado ocupado durante el día como para poder hacerle caso, y por las noches Gawain estaba demasiado cansado como para poder prestar atención a las lecciones que Brycen pretendía darle. Con respecto a su madre, Gawain siempre había pensado que tenía un sexto sentido para percibir que su hijo no era… de provecho, por decirlo de alguna manera.




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