La dama de la noche y el hijo del amanecer

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Rhiannon era una criatura inquieta en general, pero por las noches, su actividad aumentaba. Verse encerrada entre las cuatro paredes del palacio no ayudaba lo más mínimo a su estado, pero habían pasado ya demasiadas noches en la capital. Ella no rechistó ante los argumentos de Gawain, y él agradeció en silencio que no insistiera más. No es que le interesase especialmente pasar la noche en el palacio, pero no le apetecía estar otra velada más arrastrándose de un lado a otro de la ciudad, siguiendo a Rhiannon, rodeado de gente que, a pesar de ser agradable y divertida, le resultaba demasiado ruidosa.

Puede que eso fuera lo único que le gustase del palacio de la Sombra y la Niebla, por lo menos cuando no había ninguna fiesta. La quietud y el silencio que reinaba en su interior. Pero esa noche no iba a tenerla.

Rhiannon y él siempre habían vivido en el mismo pasillo. Sus aposentos solo estaban separados por los de Keiran y decidir quién de los dos renunciaba a su espacio personal perfectamente acomodado a su gusto había sido una discusión que, aunque no acalorada, sí les había levantado un considerable dolor de cabeza a ambos. Al final, fue ella la que cedió y trasladó gran parte de sus cosas a sus estancias; era más factible que trasladar la biblioteca personal que Gawain tenía allí montada.

Ahora, los dos estaban tumbados en la cama, él tratando descansar después de lo machacado que había quedado su cuerpo después de todas las emociones de ese día, y ella intentando no molestarlo demasiado. Ninguno de los dos estaba teniendo éxito.

Rhiannon no dejaba de moverse, acomodándose de costado, de espaldas, boca abajo incluso. Gawain, a su lado y tumbado con el rostro en dirección hacia ella, fruncía el ceño cada vez con más intensidad. Estaba empezando a pensar que prefería sentirla merodeando por la habitación, silenciosa, como una sombra en movimiento, pero no dijo nada. Sentía que no tenía derecho a pedirle que contuviese aquella parte inherente de sí misma y que se desataba con la noche, no después de haberla hecho levantarse con los primeros rayos del sol y acompañarlo hasta el otro lado de la ciudad dando un rodeo interminable. No después de lo que había visto en sus ojos negros mientras sostenía a Yvaine entre sus brazos, y de cómo la pequeña la había mirado con aquella fascinación inocente. Una mirada que Gawain ya había visto en otros feéricos cuando sus ojos caían sobre su prima y percibían la energía salvaje e indómita que había dentro de ella. Oscura, pero no amenazante. Misteriosa, como el cielo nocturno. Atrayente, como la sangre para un depredador.

Se habían quedado a comer y a pasar la tarde con Iona y la pequeña. Gawain había sentido como la tensión que había atenazado su cuerpo desde el amanecer desaparecía cuando la conversación entre su prima y su pareja desde hacía seis años comenzaba a fluir. Él se había quedado callado, observándolas, sentado en el suelo del salón, con un montón de botes de pintura de diferentes colores a su alrededor, y con el olor de las acuarelas entremezclado con el de su hija en la nariz.

─Creo que me gusta para ser tu esposa ─le había susurrado Iona mientras Rhiannon estaba distraída pintando con los dedos sobre un lienzo en blanco, con Yvaine como ayudante.

─Yo tenía a otra mujer en mente, pero supongo que sí, es un buen partido ─replicó él antes de besar la mejilla de su pareja, recordando la manera en la que su prima se había referido a él en más de una ocasión antes de formalizar su compromiso.

Un buen partido. Esa expresión siempre había chirriado en sus oídos, pero en ese momento, con todo lo que había ocurrido desde que Rhiannon la había usado por primera vez, solo hizo que sintiera una extraña opresión en el pecho.

Su prometida era mucho más que un buen partido. Era su salvación, en cierto sentido. La suya, la de su familia. Era una mujer con la que había aprendido mucho más en los últimos días que con cualquiera de los libros que había leído a lo largo de los años. De ella, y también de sí mismo.

Rhiannon era…

─Ha sido un regalo ─dijo ella en ese momento, interrumpiendo sus pensamientos─. Puede que no haya sido tu intención hacerme un regalo, pero lo has hecho. Y ahora me has dejado el listón muy alto para hacerte yo uno a ti.

Gawain entreabrió los ojos. Rhiannon estaba tumbada boca arriba, con los dedos entrelazados sobre su estómago, mirando la lámpara que colgaba del techo, en cuyos cristales se reflejaban las estrellas de la noche. Llevaba un jersey de tela gruesa y un pantalón oscuro para dormir, con las perneras metidas por dentro de unos calcetines con un estampado de copos de nieve.

En los últimos días había descubierto que a su prima, por debajo de su ropa oscura o de tonos sencillos y planos, le gustaba llevar aquel tipo de detalles tan… ordinarios, por llamarlos de alguna manera. Gawain podía ver su ropa porque estaba acostada encima de las sábanas, a pesar de la frescura que reinaba en la habitación.

Su cabello corto y negro formaba una especie de halo oscuro en torno a su rostro pálido y despierto. No tenía la longitud suficiente para poder recogérselo en una trenza o en un moño, así que se lo apartaba de la cara con una diadema negra que no se distinguía del resto de su pelo.

Él se quedó mirándola largo rato hasta que comprendió a lo que se refería.

─No tienes que regalarme nada, Rhiannon.

─Oh, vamos, querido, pronto nos casaremos ─replicó ella girando el rostro en su dirección. Una sonrisa blanca y divertida iluminaba su expresión─. Tú ya me has dado esto como regalo de compromiso ─dijo levantando la mano izquierda y moviendo los dedos. La escasa luz de la habitación arrancó un destello a las gemas del anillo que Gawain le había dado la noche que formalizaron su futura unión─, y yo…




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