Lorraine Catherine se despertó sobresaltada por el sonido de las campanas. Era la hora de las vísperas, el último rezo del día en el convento de Santa Clara, donde había sido recluida por su padre hacía tres años. Se levantó de la cama y se vistió con el hábito gris que le había sido asignado. Miró por la ventana y vio el cielo oscuro y las estrellas brillantes. Respiró hondo y se dijo a sí misma que esa sería la última noche que pasaría entre aquellas paredes.
Se dirigió al coro, donde se reunían las demás monjas para cantar los salmos. Se sentó en un banco al final, cerca de la puerta. Esperó pacientemente a que terminara el rezo, mientras observaba con disimulo a la madre superiora, que dirigía el coro con voz grave y autoritaria. Era una mujer alta y delgada, de rostro severo y ojos fríos. Lorraine la temía y la odiaba, pues sabía que era ella quien había informado a su padre de su conducta rebelde e inapropiada.
Lorraine recordó cómo había llegado a ese lugar. Era la hija menor de un conde francés, que poseía tierras y castillos en Normandía. Desde pequeña había mostrado una gran curiosidad e inteligencia, y había aprendido a leer y a escribir con los maestros que su padre había contratado para sus hermanos mayores. También había aprendido a montar a caballo, a manejar la espada y el arco, y a curar heridas con hierbas y ungüentos. Su padre la había dejado hacer, pensando que era una niña caprichosa que pronto se cansaría de esas aficiones masculinas.
Pero Lorraine no se cansó. Al contrario, cada vez se interesó más por el mundo exterior, por las noticias que llegaban de Tierra Santa, donde los caballeros cristianos luchaban contra los infieles musulmanes por el control de los lugares sagrados. Lorraine soñaba con ir allí, con ver Jerusalén, con participar en las cruzadas, con vivir aventuras y conocer gente nueva. Quería ser una dama templaria, una mujer que se unía a la orden militar más poderosa y misteriosa de la cristiandad.
Pero su padre tenía otros planes para ella. Quería casarla con un noble rico y viejo, que le ofrecía una buena dote y una alianza política. Lorraine se negó rotundamente, y le dijo a su padre que prefería morir antes que casarse con ese hombre. Su padre se enfureció, y la acusó de deshonrar a su familia y de ser una hereje. La amenazó con entregarla a la Inquisición, el tribunal eclesiástico que perseguía y castigaba a los que se apartaban de la fe católica.
Lorraine no se asustó. Sabía que su padre no se atrevería a hacer eso, pues temía el escándalo y la vergüenza que caerían sobre su nombre. Pero tampoco cedió. Siguió rechazando al pretendiente, y buscando la forma de escapar de su destino. Fue entonces cuando la madre superiora del convento de Santa Clara le hizo una visita. Le dijo que venía en nombre de su padre, y que le ofrecía una alternativa: ingresar en el convento como novicia, y dedicar su vida a Dios.
Lorraine se rió en su cara. Le dijo que no creía en Dios, ni en la Iglesia, ni en los votos de pobreza, castidad y obediencia. Le dijo que quería ser libre, viajar por el mundo, luchar por una causa noble. Le dijo que quería ser una dama templaria.
La madre superiora no se inmutó. Le dijo que no tenía elección, que era eso o la Inquisición. Le dijo que su padre ya había dado su consentimiento, y que ella misma se encargaría de llevarla al convento al día siguiente.
Y así fue como Lorraine Catherine entró en el convento de Santa Clara, donde pasó tres años de su vida encerrada entre muros de piedra, rezando salmos que no entendía, obedeciendo órdenes que no compartía, soportando castigos que no merecía. Tres años en los que no perdió la esperanza, ni el coraje, ni el sueño de ser una dama templaria.
Y esa noche, por fin, iba a hacerlo realidad. Había planeado su fuga con cuidado, aprovechando las pocas ocasiones en que salía del convento para ir a la ciudad. Había contactado con un mercader que le había proporcionado ropa de hombre, una espada, un caballo y un pasaporte falso. Había averiguado que los templarios tenían una casa en París, donde reclutaban a nuevos miembros para enviarlos a Tierra Santa. Había decidido que iría allí, que se haría pasar por un joven noble que quería unirse a la orden, que se embarcaría hacia el Oriente, donde viviría su sueño.
Solo tenía que salir del convento. Y para eso, tenía que aprovechar el momento en que las monjas se retiraban a sus celdas, después de las vísperas. Sabía que la madre superiora era la última en salir del coro, y que cerraba la puerta con llave. Sabía que tenía que ser rápida y silenciosa, y que tenía que evitar a las hermanas porteras, que vigilaban la entrada principal. Sabía que tenía que llegar al establo, donde había escondido su equipaje y su caballo. Sabía que tenía que salir por la puerta trasera, que daba al campo. Sabía que tenía que hacerlo esa noche, o nunca.
Las campanas dejaron de sonar. El rezo terminó. Las monjas se levantaron y salieron del coro en fila. Lorraine esperó a que todas pasaran, y se deslizó detrás de la madre superiora. Cuando esta cerró la puerta con llave, Lorraine aprovechó para arrebatarle la llave y empujarla al suelo. La madre superiora cayó con un grito ahogado, y Lorraine corrió hacia el establo.
No se detuvo a mirar atrás. No le importaba si la habían visto, o si la perseguían. Solo le importaba escapar. Llegó al establo, cogió su equipaje y su espada, y montó en su caballo. Salió por la puerta trasera, y galopó hacia el horizonte.
No se detuvo hasta llegar a París.