Lorraine cogió la mano de Raymond, y se levantó del suelo. Estaba sudorosa y cansada, pero también satisfecha y orgullosa. Había luchado bien, y había demostrado su valor. Raymond le sonrió, y le dijo:
Has sid-o un digno adversario. Me has impresionado con tu habilidad y tu coraje.
- Gracias - dijo Lorraine - Tú también has sido un gran rival. Me has enseñado una lección de maestría y de nobleza.
Los dos se miraron a los ojos, y sintieron una conexión especial. Había algo entre ellos, algo que iba más allá de la admiración y el respeto. Algo que ninguno de los dos podía explicar ni entender.
El maestre interrumpió el momento, y dijo:
- Has pasado la prueba del valor. Ahora te someteré a la tercera prueba: la prueba de la obediencia. Tienes que jurar fidelidad a la orden, y aceptar sus reglas y sus votos.
Lorraine se puso seria. Sabía que esa era la prueba más difícil de todas. Sabía que los templarios tenían unas reglas muy estrictas y unos votos muy exigentes. Sabía que tendría que renunciar a muchas cosas, si quería entrar en la orden.
- ¿Estás listo? - le preguntó el maestre.
- Sí - dijo Lorraine.
- Bien - dijo el maestre - Entonces repite conmigo: Yo, Alphonse Gérard, por la gracia de Dios, me entrego a la orden del Temple, para servir a Cristo y a su Iglesia, bajo la autoridad del Papa y del maestre supremo. Prometo vivir en pobreza, castidad y obediencia, según la regla de San Bernardo. Prometo defender la fe católica, proteger a los peregrinos, combatir a los infieles, y obedecer a mis superiores sin cuestionar ni rechistar. Prometo ser fiel a mis hermanos templarios, compartir con ellos mis bienes y mis penas, ayudarlos en sus necesidades y consolarlos en sus aflicciones. Prometo no abandonar nunca la orden, ni traicionarla por ningún motivo. Así lo juro por Dios y por esta cruz.
Lorraine repitió las palabras del maestre, una por una, sin pensar en lo que decía. Solo pensaba en su sueño de ser una dama templaria, en su deseo de ir a Tierra Santa, en su atracción por Raymond.
- Así lo juro por Dios y por esta cruz - terminó Lorraine.
El maestre le entregó una túnica blanca con una cruz roja en el pecho, igual que la suya y la de Raymond.
- Ponte esta túnica - le dijo el maestre - Es el signo de tu pertenencia a la orden.
Marie se quitó el jubón verde, y se puso la túnica blanca. Se sintió extraña al verse con ese atuendo tan diferente al que estaba acostumbrada.
- Has pasado la prueba de la obediencia - dijo el maestre - Has entrado en la orden del Temple. Eres uno de nosotros.
Los demás templarios aplaudieron, y felicitaron a Lorraine por su hazaña. Raymond se acercó a ella, y le dijo:
- Bienvenido a la orden, hermano Alphonse Gérard. Estoy orgulloso de ti.
- Gracias, hermano Raymond. Estoy feliz de estar aquí - dijo Lorraine.
Los dos se abrazaron, como signo de fraternidad y afecto. Pero en ese abrazo había algo más que fraternidad y afecto. Había una chispa que los unía, un fuego que los consumía, un secreto que los separaba