Lorraine pasó unos días en la casa de los templarios en París, donde recibió una instrucción básica sobre la historia, la organización y la misión de la orden. Aprendió que los templarios habían sido fundados en el año 1118, después de la primera cruzada, por nueve caballeros franceses que se habían instalado en Jerusalén, y que se habían dedicado a proteger a los peregrinos que visitaban los lugares sagrados. Aprendió que los templarios habían recibido el apoyo del Papa y de varios reyes y nobles, que les habían concedido privilegios, donaciones y exenciones. Aprendió que los templarios habían crecido en número y en poder, y que habían establecido casas y fortalezas por toda Europa y Oriente Medio. Aprendió que los templarios eran considerados los mejores guerreros de la cristiandad, y que habían participado en todas las cruzadas, luchando contra los musulmanes por el control de Tierra Santa.
Lorraine se sintió orgullosa de pertenecer a esa orden tan prestigiosa y valiente. Pero también se sintió impaciente por salir de París, y viajar a Tierra Santa. Ese era su sueño, su objetivo, su destino.
Raymond compartía su impaciencia. Él también quería volver a Tierra Santa, donde había pasado varios años de su vida, combatiendo por la causa de Cristo. Él también quería ver Jerusalén, la ciudad santa, donde había dejado un trozo de su alma.
Raymond y Lorraine se hicieron amigos durante esos días. Se veían a menudo, se entrenaban juntos, se contaban sus historias, se reían de sus bromas. Se sentían cómodos el uno con el otro, se entendían sin palabras, se complementaban sin esfuerzo.
Raymond le contó a Lorraine cómo había entrado en la orden del Temple. Le dijo que era hijo de un conde provenzal, que le había educado en la fe y el honor. Le dijo que había sentido la llamada de Dios desde niño, y que había decidido dedicar su vida a servirle. Le dijo que había ingresado en los templarios a los dieciocho años, y que había viajado a Tierra Santa con una expedición de refuerzo. Le dijo que había combatido en varias batallas, y que había sido herido varias veces. Le dijo que había visto maravillas y horrores, y que había conocido a gente buena y mala.
Lorraine le contó a Raymond cómo había escapado del convento de Santa Clara. Le dijo que era hija de un conde normando, que le había querido casar con un noble rico y viejo. Le dijo que había rechazado ese matrimonio, y que había soñado con ir a Tierra Santa desde pequeña. Le dijo que había aprendido a leer y a escribir, a montar a caballo y a manejar la espada. Le dijo que había contactado con un mercader que le había proporcionado ropa de hombre, una espada, un caballo y un pasaporte falso. Le dijo que había decidido hacerse pasar por un joven noble que quería entrar en los templarios.
Raymond no le creyó.
- No me mientas - le dijo Raymond - Sé que eres una mujer.
Lorraine se quedó sin habla. No sabía cómo reaccionar. No sabía si negarlo o admitirlo. No sabía si Raymond estaba enfadado o divertido.
- ¿Cómo lo sabes? - preguntó Lorraine al fin.
- Lo sé desde el primer momento - respondió Raymond - Lo sé por tu voz, por tu mirada, por tu aroma. Lo sé porque te he tocado cuando te he abrazado. Lo sé porque te he deseado cuando te he visto.
Lorraine se sonrojó. No esperaba esa confesión. No sabía qué decir.
- ¿Y qué vas a hacer? - preguntó Marie con temor.
- Nada - dijo Raymond con ternura - No voy a delatarte ni a rechazarte. Voy a ayudarte y a protegerte. Voy a amarte.
Raymond se acercó a Lorraine, y la besó con pasión.
Lorraine se dejó llevar por el beso, y le correspondió con igual pasión.
Los dos se amaron, y se juraron fidelidad.