La dama de Rojo

20

Ya no siente que su espalda esté aprisionada con fuerza contra la puerta, sin embargo, percibe perfectamente que está recostado sobre su columna. Lentamente, advierte como las leves ordenes que envía su cerebro a sus músculos van surtiendo efecto. Sus extremidades le responden, pero algo sujeta sus piernas, al igual que sus brazos inmóviles, cruzados sobre el pecho.

Sus parpados ya reaccionan, pero no está seguro de querer abrirlos. Jamás creyó sentir tanto temor por el solo hecho de abrir sus ojos, pero sabe que no tiene más remedio que hacerlo. Lo hace poco a poco.

Ni bien despega sus pestañas, una luz blanquecina llega como un puñetazo en las retículas. El movimiento de sus parpados es milimétrico, pero continúan abriéndose. Por su cabeza llega a pasar el pensamiento de estar muerto, asimilando automáticamente la situación con la tan nombrada luz a la que debemos avanzar al momento de nuestra partida.

Sus pupilas se acostumbran al brillo. Lentamente comienza a distinguir algunas figuras de lo poco que hay en esa clara y pequeña habitación.

Como bien supo, se encuentra recostado, boca arriba, mirando al techo. En línea recta a su frente, puede ver dos tubos de luz, los mismos que le causaron esos segundos de muerte en su pensamiento. Sus ojos van enfocando cual lente de cámara.

El techo es blanco y las paredes también, salvo que éstas, se encuentran recubiertas por un material acolchonado. La imposibilidad de moverse es solo de los hombros hacia abajo, por lo que le es posible articular su cuello.

Lleva su mentón al pecho, con el fin de mirarse y ver en qué situación lo ha metido esta vez la dama de rojo. Pero él acepto despertar.

Se encuentra vestido íntegramente del mismo color que el cuarto en donde está. Sus brazos, introducidos en unas largas mangas, finalizan inmóviles atados detrás de su recostada espalda. Un cinturón ocre pasa por encima de sus bíceps y pecho, aferrándolo a una camilla metálica. Otro idéntico cinturón pasa por sobre su cintura y un último aprisionan sus tobillos también al metal.

Más allá, sobrepasando a sus pies con la vista, puede ver sobre esa pared una puerta metálica, que lleva una pequeña ventana con vidrio esmerilado. Junto a la puerta, una pequeña mesa de metal con ruedas para transportarla. Descansando sobre ella, una jeringa y un pequeño frasco de vidrio con una etiqueta ilegible a esa distancia.

Su respiración comienza a agitarse y su corazón galopante pareciera querer salir por su boca. La transpiración comienza a perlear su frente cuando la desesperación se apodera de él.

Se escuchan pasos. Alguien se aproxima y se detiene al otro lado de la puerta, aquella que es la única de la pequeña habitación. Doblando su cuello puede ver perfectamente, que hay un rostro, que no llega a distinguir, detrás de la ventana con vidrio esmerilado. Al parecer es un hombre.

Frederich trata de controlar la respiración, pero lejos está de hacerlo cuando escucha la chicharra que habilita a abrir la puerta, la misma que escuchó a lo lejos en su sillón de lectura. Comienza a desesperarse y hace fuerza con sus piernas, tratando inútilmente de liberarse.

La puerta se abre e ingresa un hombre al cual no reconoce. Una tarjeta identificatoria sobre su pecho indica "Dr. A. Mayers".

El escritor continúa sacudiéndose a medida que el doctor avanza hacia él, quien, a su paso, toma la pequeña mesa de metal y la ubica junto a la camilla. Los utensilios que reposan sobre ella tintinean en su camino.

—¿Otro día de sacudones señor Frederich? — cuestiona Mayers con solemnidad mientras toma la jeringa, con la que pincha sobre la tapa del frasco y extrae en ella su contenido.

—No me hagas daño— Frederich suplica como un niño mientras continúa sacudiéndose.

—¿Cómo dice una cosa así? Sabe muy bien que yo no quiero lastimarlo.

El doctor Mayers posa la palma de su mano sobre la transpirada frente de Frederich y, haciendo presión contra la camilla, inmoviliza su cuello. Inclina la cabeza hacia la derecha para luego clavarle la jeringa debajo de la oreja.

—Yo solo quiero que se tranquilice— Con el pulgar introduce el líquido extraído anteriormente. Las pupilas del escritor se dilatan al instante —. Tienes visitas.

—¿Agustina? — cuestiona con voz calmada, casi adormecido.

—Vaya, vaya— Mayers se sorprende —Veo que está recordando— Del bolsillo que lleva el ambo a la altura del pecho, extrae una pequeña libreta, mira su reloj y luego realiza una anotación en ella.

—Veo que el tratamiento, por fin, comienza a surtir efecto. Ya nos estábamos preocupando.

—¿Qué fecha es hoy? — alcanza a preguntar con su lengua adormecida.

—Ocho de Noviembre — responde el doctor. Respuesta que provoca un suspiro de Frederich, quien al momento desiste de su pelea.

El cuerpo de Frederich ya no forcejea contra sus ataduras, ayudado en gran parte por el efecto de lo que acaban de inyectarle. Sin entender que es lo que sucede, cosa que ya no le parece extraño, aguarda a que esta pesadilla termine de una vez.

La mesa metálica es devuelta a su lugar y el doctor Mayers se dirige a la puerta para cruzarla, luego de que suene la chicharra.




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