La residencia estaba sumida en silencio, un silencio casi sepulcral que a Timothy se le antojó desesperanzador, naturalmente, no podía ser de otro modo, siendo como era, casi la media noche.
Bajaron por las escaleras principales, estas, a cada paso crujían y, junto a sus respiraciones, era lo único que irrumpía el silencio mortal de la mansión.
Llegaron a una doble puerta que casi doblaba la altura de las demás de la casa.
—Milord —habló Daves al llegar a la puerta —, iré a buscar al señor Favre, él tiene las llaves —se explicó.
Se fue llevándose la única lámpara que estaba encendida. Al final del pasillo había una sola vela que pretendía iluminar todo. Una lastima que no fuera suficiente.
Al cabo de diez largos e interminables minutos, volvió con la llave del despacho de Thierry Donaire —el de la primera planta— justo en el momento en que el reloj avisaba que ya era media noche.
—Vamos —pidió Daves entrando primero. Colocó las dos lámparas en el centro, la encendida y la que ya no tenía aceite. Se quedó allí parado observando el lugar donde su amo solía pasar tanto tiempo —. ¿Quiere que lo espere afuera?
—Por favor. Prometo nontardarme demasiado —añadió después de una pausa —, debe estar usted exhausto.
Daves salió llevándose una vela que había tomado de un pasillo y se fue cerrando con delicadeza la puerta.
Timothy —que hasta ese momento no se había parado a pensar qué hacía allí—, se acercó al escritorio y abrió todas las gavetas, estaba buscando un algo que esperaba le diera las respuestas a esas preguntas que no lo dejaban respirar.
En un mal movimiento, la gaveta más pequeña —esa que debía estar cerrada con llave y no lo estaba— cayó al suelo dejando a la intemperie una hoja de papel cuidadosamente doblada con olor a lavanda. La rescató de las garras de la alfombra y la tomó como si temiera que se destruyera en un movimiento brusco.
Su respiración se aceleraba a cada nimio movimiento y no tenía control sobre unas manos temblorosas y sudorosas que sabía, estaban pegadas a sus brazos.
Una caligrafía impecable y un perfecto francés adornaban toda la hoja y empezaba así:
«Querido Thierry
Sé que esta no es la mejor manera de hacerlo, pero es la única que encontré.
Estos meses alejada de ti y recluida en Saumur se me han hecho eternos, extraño tu compañía y tus amenas charlas. Te extraño a ti.
Sin embargo, también me han hecho reflexionar y pensar, pensar en ti, en mi, y sobre todo, en mi futuro. Eres un hombre extraordinario, alegre, joven, risueño, soñador y probablemente el más agradable que conoceré jamás. Eres todo a lo que cualquier mujer podría aspirar en el matrimonio, cualquier mujer menos yo.
Siento no poder decirte esto a la cara, siento que tenga que ser así, de este modo tan impersonal y cobarde, pero es lo mejor. Lo mejor para ambos.
Este tiempo a tu lado quedará como el más bello recuerdo en París, o quizá de mi vida.
Tú me enseñaste que de la manera correcta, cualquier hombre hará lo que yo quiera, y me dará lo que yo pida y yo necesite. Y eso es lo que haré.
No es que no te aprecie lo suficiente como el hombre extraordinario que eres, pero es que no tienes suficiente dinero o un título, si tuvieras al menos uno de los dos, yo no dudaría ni un ápice en casarme contigo.
Para desgracia de ambos, no tienes ni lo uno ni lo otro. Tus ideas y proyectos son demasiado locos y creo que es imposible que lo logres. Si realmente me quieres, te pido por ti y por mi que pongas los pies en la tierra y veas la realidad, ti realidad.
Aunque te tengo mucho aprecio, yo aspiro a algo mejor, aspiro a alguien que pueda darme la vida que yo quiero, la vida que sé que merezco y ese no podrás ser tú.
Buscaré un hombre que pueda cumplir con mis expectativas y me olvidaré de ti y espero que tu hagas lo mismo.
Un día nos volveremos a encontrar, estoy segura y puede que algún día me agradezcas haber sido tan dura.
Hasta nunca Thierry Donaire.
Me marcho de Francia y no pienso volver. No temas que nos encontremos pronto.
Que tengas suerte en tu vida, yo la tendré en la mía.»
Se puso más pálido, si es que se podía, y en sus ojos brillaba una lagrima de rabia.
No podía creer lo que había leído, no podía creer que su mejor amigo se hubiera enamorado de una mujer así, una mujer capaz de abandonarlo por no tener suficiente dinero y un maldito título que presumir.
¿En verdad las mujeres podían ser tan despreciables y manipuladoras?
Dejó caer la carta sobre el escritorio, como si su contacto lo quemara, el olor a lavanda que desprendía la hoja le provocó un asco como no lo había sentido en sus veintiocho años de vida.
La tristeza y el dolor fueron rápidamente sustituidos por una creciente ira y una profunda rabia. Estaba empezando a a odiar a quién quiera que fuera aquella mujer.