Dos días habían pasado exactamente, dos largos y extraños días que para Timothy fueron efecto de humo y canto de sirenas.
Cerraba los ojos y la veía.
La veía llorando.
Al abrirlos, ella estaba reflejada hasta en el agua que no bebía.
En ese extraño estado de confusión había permanecido desde el incidente del pasillo. Para ese momento ya empezaba a cuestionarse seriamente lo que fuera que le estuviera pasando, y sobre todo, su salud mental.
Además de aquella muchacha, solamente una mujer había logrado despertar su curiosidad, y de ello ya iban dos años.
El rechazo había sido un duro golpe a su orgullo, y quizá también a su corazón.
Tampoco era que quisiera rememorarlo lo sentido, precisamente para no hacerlo se había marchado a media temporada el año anterior.
Mentiría como un desgraciado si no admitía que quería saber la razón por la que podía haber estado llorando. Si bien ya la había visto llorar, esta segunda ocasión ella parecía completamente desolada y aterrorizada, tan llena de dolor y miedo.
—Esto es absurdo—replicó en voz alta. Era la tercera vez que lo hacía aquella mañana. —, nada tienen que importarme las razones por las que una mujer a la que no conozco pueda estar llorando.
Se levantó como un resorte de su lugar privilegiado frente al escritorio y se sirvió otra copa de vino.
La quinta de aquella mañana.
Buscó en una de las estanterías que estaban empotradas en la pared y repletas de libros, algo para leer y distraer su mente.
No quería pensar en nada ni nadie.
Ni venganzas, ni gatos, ni damiselas en apuros, ni mujeres llorando, ni fiestas, ni gente, ni estrellas, ni canto de sirenas, ni nada.
Ningún nombre le llamaba la atención, así que avanzó un par de metros con los ojos cerrados y sacó uno al azar.
Sin leer el nombre del libro afortunado, regresó a su escritorio con copa en mano y empezó la lectura.
Tenía que ser una broma, sí, una broma de quién quiera que movía los hilos del destino para que entre tantos libros —más de quinientos ejemplares—, el que tomara en sus manos, ¿tenía que ser precisamente Áyax?
Abrió el tomo ilustrado en una página cualquiera, un párrafo a media hoja rezaba algo así:
«Me dirigió pocas palabras, de las siempre repetidas: "Mujer, el silencio es un adorno en las mujeres". Cuando lo oí, yo no proseguí y él salió solo. No puedo contar lo que allí sucedió. Lo cierto es que entró trayendo atados juntamente toros, perros pastores y una
presa de hermosa lana. A unos los desnucaba; a otros, haciéndoles levantar sus cabezas, los degollaba y abría en canal. A otros, atados, los maltrataba como si de 300 hombres se tratara, precipitándose sobre el ganado. Por último, saliendo fuera a través de la puerta, a una sombra dirige sus palabras, en contra unas veces de los Atridas, otras hablando de Odiseo, añadiendo a grandes carcajadas, con cuánta arrogancia se había vengado de ellos en su ataque. Y después de eso, irrumpiendo otra vez en su tienda con dificultad y a medida que pasa el tiempo, va
volviéndose a su juicio. Y cuando observa su tienda
llena de estragos, golpeándose la cabeza se pone a gritar y, hundido entre los despojos de los cadáveres de la matanza de corderos, se sentó y se arrancaba con fuerza los cabellos con la mano y con las uñas. Durante mucho tiempo se mantuvo sin hablar; luego me amenazó con terribles palabras, si no le manifestaba todo lo que había sucedido, y me preguntaba en qué aprieto se encontraba metido. Y yo, amigos, temerosa, le dije todo cuanto había hecho que yo supiera. Al punto, él prorrumpió en penosos lamentos como nunca antes le había yo escuchado —pues siempre condideraba que tales lamentos eran propios de un hombre.
Ese era el efecto de la venganza».
Soltó el libro como si de pronto ardiera y le quemara las manos, se bebió de golpe el contenido de la copa y dejó caer al suelo el Áyax de Sófocles.
No, él no quería venganza, él quería justicia. Se lo había repetido tantas veces que había terminado por creer sus propias mentiras.
No quería salir de su despacho, pero tampoco permanecer en él, así que se fue a contemplar el exterior a través de su ventana, la que tenía vista a la entrada de la propiedad, y esperó.
Aunque ni él mismo sabía el qué.
Un carruaje se estacionó frente a la entrada, se bajaron dos figuras femeninas. Reconoció de inmediato el carruaje, y a las mujeres.
Como alma que llevaba el diablo, salió de su trinchera y se abalanzó sobre la perilla mucho antes que Brown pudiera siquiera asomarse a recibir a quién había llegado.
—No estoy—ordenó agitado.
—¿Perdón, milord?
—No estoy —repitió—. Son mi madre y hermana—se explicó—, por ningún motivo deje que lleguen a mi despacho y no dé explicaciones de a dónde fui.