La madera del piso del despacho tenía más de dos siglos de antigüedad. En si, la propiedad pertenecía a los condes de Inverness desde mucho antes de que la calle fuera bautizada con su actual nombre.
Y sin embargo, parecía que ese día se iba a gastar por todo el tiempo que había estado en desuso. Quizá hasta se iba a desgastar de tantas vueltas que daba el conde en el mismo lugar.
El reloj de bolsillo en una mano, la copa de vino en la otra, y los ojos que viajaban del reloj de péndulo a la puerta y al de bolsillo permanecía caminando en círculos desde hacía más de tres horas esperando a que el condenado John apareciera, ¡pero claro!, era tan inconsciente que no daba ni señales de vida.
Como si por primera vez en meses, el Cielo decidiera apiada se de él y su casi nula paciencia, la puerta se abrió de sopetón, y por ella fue atravesada un cochero agitado, sucio y sudoroso, pero con una inmensa sonrisa chueca de truhán colgando del mal bronceado rostro, una sonrisa que auguraba buenas nuevas.
Alzó las cejas en repetidas ocasiones y levantó su mal cuidada mano derecha.
—Buenos días, milord —saludó ya recompuesto.
—John —movió la cabeza en un extraño saludo. De tres zancadas estaba frente al cochero, quizá invadiendo su espacio vital, quizá amedrentándolo con la mirada—, ¿qué me tiene?
—Esto —extendió su mano, dejando ver con orgullo un papel arrugado y sucio.
Timothy lo desdobló con sumo cuidado y se mordió la lengua para no esbozar una mueca de desdén que pugnaba por salirle.
El dichoso papel tenía unas gotas de algo como verduzco y húmedo en uno de los contornos superiores. Contuvo la respiración inexpresivo y con la punta de los dedos desarrugó la maltrecha misiva. Todo bajo la atenta mirada del irreverente cochero irlandés.
«Mañana por la tarde lo espero en mi recinto para ponernos de acuerdo.
J. M.».
—¿Es todo? —cuestionó con los ojos entrecerrados y un patente deje de rencor impreso en sus palabras. El buen John asintió con la cabeza un poco inseguro de que tan conveniente era su respuesta, pero sin aminalarse —. Puede retirarse —ordenó ladeando la cabeza. Se lo pensó dos, tres, cuatro y hasta cinco veces antes de que el irlandés saliera—, buen trabajo.
El aludido paró en seca con la mano sobre la perilla. Altivo se irguió y lo encaró regalándole una sonrisa torcida y digna con sus escasos dientes amarillos.
—Para servirle, milord.
Abrió rápidamente la puerta y el eco de sus botas arrastrándose por todo el pasillo acompañó los pensamientos del conde por largos minutos.
Cuando el silencio por fin volvió a apoderarse del lugar, se dejó caer en la silla frente al escritorio mientras se servía otra copa de vino y suspiraba.
¿Por qué todo era tan difícil?
El tic-tac del reloj de péndulo que estaba apostillado al lado de la puerta y su respiración eran lo único que cortaban el tenso silencio de la rimbombante estancia. Tal parecía que le iba a martillar la cabeza eternamente el andar del tiempo.
Ese día estaba particularmente irritable y de mal humor. El servicio lo había notado de inmediato, desde el mismo momento en que se había levantado muy temprano y tocaba de manera convulsiva la campanilla para que su ayuda de cámara acudiera.
La servidumbre —tan acostumbrado a sus malos días— no hacían ruido alguno con tal de no importunarlo.
Lo peor de todo era que su mal humor no tenía nada que ver con algo particular. Al menos no con algo reciente.
En las recientes semanas, no había fiesta, parque, cena, teatro, paseo, reunión o espejo en el que no encontrara a la señorita Deering.
Siendo honesto consigo mismo, tampoco era eso lo que lo tenía de mal humor. No, en realidad eran sus continuos desplantes, que evitaba su presencia como a la peste, y que pasaba de él olímpicamente. Incluso, tenía la vaga sensación de que Eugene hubiera preferido tener que tirarse de cabeza desde el palco de un teatro, a tener que estar a una corta distancia suya.
¿Le importaba? No, claro que no.
Pero el coloco de todo había sido darse cuenta —después de largas noches en vela, miradas desdeñosas y minuciosas cavilaciones—que era quizá el único hombre en todo el reino al que trataba con retintín o ignoraba deliberadamente. Pero la noche anterior, ¡oh la noche anterior!
Había sido en una velada musical que organizaban dos veces por temporada los duques de Prescot para presumir los dotes artísticos que supuestamente poseían sus únicos dos retoños solteros.
Naturalmente, había asistido gracias a su madre, que lo arrastraba a cuanto evento social hubiera y que poco faltaba para que le pusiera en el pecho un letrero bordado que dijera algo como: carne fresca con dinero, dientes, cabello y título.
Asistir a cada lugar que se le iba ocurriendo a su madre era una tortura, una tortura soportable puesto que ayudaba a lograr su cometido, encontrar a la mujer del retrato.
Y sin embargo, nunca en su vida se había reprochado tanto el haber sido manipulado por su madre como en aquella ocasión.