Había dejado su carruaje en una calle cercana a Hyde Park, de allí había tomado uno de alquiler para dirigirse a los bajos fondos del East End.
Con una vieja capa raída, se había cubierto lo mejor posible, y cuidándose de no llevar nada de valor más allá de su presencia y aquellos objetos, emprendió el tan conocido camino a la inmunda calle donde James Moore tenía su oficina.
Sorteando callejones sucios, mendigos y prostitutas, llegó a un desvencijado edificio al que habría preferido no volver nunca.
Nunca.
—Inverness, bienvenido —saludó tras escucharlo entrar.
Timothy parpadeó en repetidas ocasiones intentando adaptarse a la oscuridad del lugar y a las nubes de humo de tabaco de contrabando.
—En tantos años, ¿no has podido remodelar este cuchitril, para que parezca decente, Moore? —cuestionó examinado con ojo crítico el húmedo papel tapiz de las paredes.
—Este cuchitril, como tú lo llamas —Extendió ambos brazos par a abarcarlo todo—, es el único lugar en todo el reino dónde puedes encontrar a la persona que más información maneja en Inglaterra, ni Scotland Yard sabe tantas cosas como yo —Un deje de orgullo se coló en su disertación, y una sonrisa de suficiencia surcó su rostro envejecido.
—Por eso te busqué —admitió con desencanto—, aunque te iría mejor en la calle Bow.
—No me gusta Bow —sonrió expulsando el humo de su tabaco—. No creí que volvería a escuchar esas palabras de tu boca —aceptó con tranquilidad.
—Ni yo que te volvería a necesitar, pero venos, aquí estamos de nuevo, incluso apostaría que esta es la misma silla vieja de aquel entonces.
—Lo es, lo es —aceptó con rotundidad—. Las cosas no han cambiado mucho, solo que yo estoy un poco más viejo y tú un poco más listo. El tiempo no pasa en vano. Pero dejemos de lado el sentimentalismo y cuéntame, ¿qué te trae por estos olvidados lares?
—No quise adelantarte nada antes, verás —empezó sacando de entre su cahqueta la carta que Thierry le había enviado, luego la que aquella mujer había escrito, y luego la argolla de compromiso y el arete—. Hace como un año, Thierry me envió esta carta, carta que yo recibí en mis manos hasta hace un par de meses, poco antes de iniciarse esta temporada, en ella me cuenta que...
Tardó más de una hora explicando con pelos y señales todo lo que sabía, lo que había visto y la poca información que había recabado dese su llegada a Londres.
—¿Entonces no tienes idea de quién es la mujer del retrato? —Timothy negó con la cabeza—, muy bien —tomó la sortija y la examinó con ojo crítico —, ¿has visto la inscripción? —volvió a negar—. Es extraño —admitió—, pocas veces en mi vida he visto una joya de compromiso con inscripción.
—¿Qué dice la inscripción?
—Mi alma contigo —se lo devolvió—. Esto que me pides es bastante complicado —admitió llevándose las manos al cabello—, haré lo que pueda, pero no te prometo nada. Las joyas son el único verdadero indicio.
—¿Tendré que volver? —preguntó el conde tras unos minutos de silencio.
—¿Aquí? —soltó una carcajada llena de humor—, no lo sé, eso será dependiendo de la urgencia de las noticias.
Ambos sabían que James Moore jamás le haría una reverencia, y Timothy podía vivir con ello.
Se despidieron estrechándose las manos sin mediar más palabras.
Regresó a Hyde Park del mismo modo en el que había llegado al East End. Sorteando los mismos callejones, prostitutas y mendigos.
Cuando logró divisas su carruaje cerca de una acera sucia, terminó de enrollar la capa raída y caminó más lento.
John estaba de pie, recostado en el pescante con una sonrisa de truhán bailando en su rostro y silbando una cancioncilla alegre.
—Se le ve muy feliz, John —observó entornando los ojos —, ¿a silbar de dedica es sus horas de trabajo? —preguntó con sorna.
—En realidad —contestó viendo a su señor acercarse y recostarse desenfadado en el lateral del carruaje—, no. Me dedico a ojear esto —levantó sin dilación un folleto desgastado con dibujos extraños.
—Así que a esto te dedicas —murmuró con ironía. Ladeó la cabeza y se lo arrebató de las manos. Pasó las desgastadas páginas hasta detenerse en una, justo a la mitad del folleto y después de leerlo, soltó una sonora carcajada que atrajo la atención de los transeúntes—. ¿De dónde ha sacado esto?
—Las cosas llegan a las manos de uno —respondió sin perder la sonrisa descarada.
—Supongo que sí —convino—. Vamos a casa.
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