La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 9: Pérdida

Si mi señor es muerto, quiero ser muerto.

¿Colgado? Colgadme con él.

¿Entregado a las llamas? Quiero ser quemado.

Y si es ahogado, echadme al agua con él (1)

 

Guillaume esperaba en una sala al lado de varios caballeros amigos de los Montfort. Junto a él estaba Amaury, no muy lejos Arnald y el señor Simón, quien conversaba con un sacerdote. Nadie decía nada, tal vez se dieron cuenta que era mejor no intentar reconfortarlo. No tenía ánimos de nada.

Después de la muerte de su padre todo se sentía como la prolongación de una pesadilla. La guardia llegó, y entre varios ayudaron a conseguir una carreta para llevar el cadáver de su padre a la casa de los Montfort. Se pasó todo ese rato pensando en cómo iba a explicarle a Simón qué hacían fuera del castillo a esas horas. ¿Por qué algo tan tonto no lo dejaba pensar con claridad? Qué importaba lo que tenía que decirle a Simón cuando los asesinos de su padre escaparon.

Al menos la guardia había logrado capturar a uno de los siervos, del resto no se sabía nada aún. No pasaría de ese día, dijeron. Pronto atraparían al resto, y en las torres ya habían notificado sobre la presencia de un extraño templario que debía de ser detenido de inmediato. Eso era lo que en verdad debería preocuparle, que perdió a ese tipo en París, en la ciudad que él conocía como la palma de su mano. Fue más rápido, lo engañó, no sabía. Ni siquiera podía acusarlo de forma directa del asesinato de su padre, pero era muy sospechoso. Le dio la impresión que llegó justo a la escena para asegurarse que todo estuviera hecho.

El camino de retorno fue duro. Cientos de imágenes de su infancia y niñez en Saissac llegaron a su mente. Y en todas ellas estaba su padre sonriente, afectuoso en ocasiones, firme cuando debía de serlo, y siempre rodeado de misterios. Bernard fue, después de todo, el único pariente vivo que conoció. Solo fueron él y su padre, y de pronto estaba solo en el mundo. La única persona que llevaba el nombre de los Saissac, el único heredero de esas tierras. Pero más que eso, heredero de la orden de los caballeros del Grial. Con la que no tenía ni una idea de qué hacer.

A los únicos miembros que conocía de esa orden eran a su padre y a Arnald, y dudaba que este pudiera ayudar en algo. ¿Qué iba a hacer? Esperaba que alguno de los miembros de la orden lo contactara ni bien llegara a Languedoc, pero ¿quién reconocería al joven de catorce años hijo de Bernard? Quizá ese anillo que llevaba sería un distintivo importante que le abriría muchas puertas. O tal vez no. Tal vez lo llevaría directo a la muerte, tal como acababa de pasarle a su padre.

Seguía sin asimilar cómo había cambiado todo de la noche a la mañana. Alguna vez pensó, enojado, que quería que su padre desapareciera de su vida y lo dejara en paz para siempre. Pero no así, jamás de esa forma tan horrenda e infame. Y aunque siempre se dijo que podía vivir sin él, apenas había pasado un día desde su ausencia y no lograba calmarse. Solo acudían los recuerdos buenos, aquellos que lo hacían sentirse culpable por no aprovechar más tiempo al lado de su padre. Lo único que le quedaba para honrarlo era seguir sus órdenes y encargarse de todo.

¿Cómo lo envenenaron? Sin duda alguien en casa de los Montfort, ¿acaso sus propios siervos? ¿O alguien del servicio? Luego de explicarle a Simón lo sucedido, el hombre removió todo el lugar hasta identificar a las personas que estuvieron al servicio de Bernard desde su instalación.

Solo fue uno, le explicó el ama de llaves de la casa. Un muchacho que se encargaba de llevar la comida y bebida, pues los siervos que llevó el señor hicieron resto. Lo buscaron por todos lados, pues nadie lo había visto desde la mañana. Y cuando lo encontraron, este ya no podía decir nada. Estaba muerto. Lo hallaron escondido entre la basura con un cuchillo clavado en el cuello. A Guillaume ya no le quedó duda que ese fue quién puso el veneno por orden de alguien más, y tal vez con complicidad de los siervos ausentes.

Simón estaba colérico, y descargó su rabia con todos los sirvientes. ¿Cómo era posible que se haya filtrado un asesino y ellos no hicieran nada? Le pidió miles de disculpas a Guillaume, y lamentó tan terrible pérdida, pero él se limitó a asentir y a pedir que le dieran su apoyo para regresar lo antes posible a Saissac con el cadáver de su padre. Sabía que no era culpa de Simón, su padre mismo le dijo que había gente extraña en la Cité detrás de él. Al parecer solo esperaron el momento indicado para actuar. Tal vez, se dijo, vigilaban al señuelo. Guillaume fue la carnada, el objetivo siempre fue su padre. Ellos sabían que iba a ir por él.

Así que ahí estaba, sentado al lado de Amaury mientras el cuerpo de su padre era tratado. Según Simón, ese proceso haría que el cadáver quedara en buen estado un buen tiempo, lo necesario para llegar a Saissac y enterrarlo en sus tierras. Los caballeros amigos y aliados de los Montfort llegaron para brindar sus condolencias mientras la noticia viajaba por todo París. Guillaume no quería escuchar más pésames hipócritas, quería estar solo y pensar en sus próximos movimientos. Al notar su incomodidad, Simón les pidió a todos que salieran, incluyendo a Arnald.

—Amaury —le dijo antes de que se fuera—, creo saber quiénes son los responsables de la muerte de mi padre

—¿Ah si? —Preguntó este con interés—. ¿Quiénes pueden ser? ¿Te dijo algo que pueda servir como pista?




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