La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 21: Baile

En gozarse y quererse el uno al otro

está el amor de los verdaderos amantes.

Nada puede salir bien

si los dos no quieren lo mismo.

Y está loco de nacimiento

el que no hace lo que ella le pide

o alaba lo que no le gusta (1)

 

Guillenma de Barvaira era una excelente anfitriona. No solo eso, era una mujer muy atenta, sencilla, hermosa; y se notaba bastante avispada. Al menos esa era la imagen que se hizo Guillaume aquella noche en que cenaba en su casa.

Hacía unos días recibió la invitación a una de cena de bienvenida en nombre de los señores de Queribus, castillo de dónde venía Guillenma. Tendría unos veinticinco años, viuda y bien posicionada. Alegre, sonriente, cultivadora de la finn' amor. Tal vez no como Orbia, quien siempre era el centro de atención e imponía sus reglas, pero se notaba que Guillenma tenía un dominio del juego diferente. Era atenta con todos sus invitados, en especial con él. Sí que era una mujer agradable, hasta le recordaba un poco a su amiga Alix cuando se ponía en plan dama encantadora. Pero a pesar de todas las virtudes que la rodeaban, y que eran capaces de atraer a muchos caballeros, él solo pensaba en quien tenía al frente.

En un principio pensó que eso sería un descaro. Era un miserable, cierto, pero no podía ser tan desgraciado para intentar seducir a la mujer de su anfitrión. Peyre Roger ya hacía bastante por él como para que encima fuera con toda confianza detrás de su esposa.

Cierto que tuvo sus reservas al inicio, pero pronto notó que en Cabaret todos coqueteaban sin ningún reparo. Como decía Orbia, cultivando el placer del joy. Bruna estaba al frente de él, y no le quitaba la mirada de encima. Ella le sonreía y se sonrojaba cuando sus miradas se encontraban, él le devolvía el gesto. Así seguían cada vez que se encontraban en la mesa, y cada vez que se veían.

Verla era un alivio en medio de tanta incertidumbre. Seguía sin saber nada del Grial, nadie de la orden se había acercado siquiera a tantear terreno, y él no tenía respuestas de nada. No había dejado de pensar en el contenido de aquel libro, y no tenía idea por dónde empezar. Cada vez veía más difícil cumplir la promesa que le hizo a su padre mientras moría, y aunque en París pensó que podría llevarlo con calma, eso empezaba a llenarlo de angustia.

Y en medio de todo estaba Bruna. Cuando más angustiado se sentía solo le bastaba pensar en que la vería en la cena, o en el almuerzo, para calmarse. Era muy poco lo que sabía de ella, pero quería saberlo todo. Necesitaba conocerla más y, sobre todo, quería saber por qué rayos el infeliz de Jourdain seguía compartiendo espacio con ella. Ese pedazo de basura no merecía respirar el mismo aire de la señora del castillo, y él no merecía la tortura de tener que verle la cara y no poder rompérsela.

"Vamos, deja de enojarte. Disfruta este momento", se dijo apenas se dio cuenta de que se estaba poniendo serio. Estaba ahí para distraerse, y no iba a dejar que Jourdain y su cara de estúpido se lo arruinaran todo. La cena era muy agradable, y todos hablaban de todo. Ella al frente suyo se mantenía en silencio como siempre, y él hablaba de cuando en cuando. No quería perderse su mirada y sonrisa ni por un momento.

En la cena estaban presentes los señores principales. Había damas muy jóvenes y bellas, damas a las que Guillaume no podía serles indiferente y les respondía de a ratos algunas de sus preguntas con una amable sonrisa para no quedar como un patán grosero.

Aún le resultaba difícil entenderse a sí mismo después de todo lo que estaba pasando. Quizá si Amaury lo viera en esa situación se reiría de él, ¿cómo era posible que se estuviera volviendo un verdadero caballero del mediodía? En París, Amaury y él solían reírse de los caballeros que solo se fijaban en una dama y llevaban una vida dedicada a ella. Guillaume jamás logró entender ese razonamiento. Cierto que se trataba solo de un asunto de cortesía, una farsa que se mantenía el tiempo en que duraba una fiesta en la corte. Con Bruna al frente ya no se le hacía tan desagradable la idea de dedicarle su atención solo a ella. No tenía voluntad ni ganas de mirar a otra.

Él se sentía cómodo con su cercanía y sus palabras. De alguna forma todo había fluido bien con ellos, más que eso, una chispa se había encendido. Todo en ella era natural y hermoso, ¿cómo había hecho para que no dejara de pensarla? Bueno, ambos tenían cosas en común. Detestaban la finn' amor y se la aguantaban igual, así que podía imaginar divertidas conversaciones en la que los dos se dedicarían a burlarse de ello. También a cantar un poco, ¿por qué no? Sería interesante. Incluso en uno de los almuerzos ella le comentó que estaba intentando dejar de beber vino, y él de idiota se puso todo emocionado porque estaba en el mismo proceso.

De a ratos le preocupaban esos pensamientos tan entusiastas, se decía a sí mismo que iba a comportarse como el gran maestre que se suponía que era. Luego aparecía Bruna, y se le iban las ganas de ser serio.

—Tengo una pregunta —dijo de pronto una de las jóvenes damas ahí presentes, sacándolo de sus pensamientos—. Si una dama toma la mano de un caballero, pero sonríe a otro, ¿de quién creéis que está enamorada? —Preguntó, desatando algunas risitas indiscretas.

Entró en pánico. ¡Dios! ¡Cómo odiaba esas preguntas malditas! "Tampoco deberías invocar a Dios y luego maldecir, no tienes remedio", se dijo intentando no reír. O no reír por no gritar, porque ya no sabía qué iba a hacer. Los de Cabaret, y en las cortes de Languedoc en general, amaban ese tipo de preguntas para poner en aprietos a los caballeros. Eran preguntas picantes, y los hombres tenían que ser muy astutos para no contestar nada grosero. Él tenía que ser el triple de cuidadoso para que no se le escapara alguna estupidez que lo llevara a su segundo suicidio social en Cabaret.




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