La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 24: La loba de Cabaret

Bello amigo, agradable y bueno,

¿cuándo os podré ver?

¿Qué me costará estar con vos una noche

y darte un beso amoroso? (1)

 

Llegó la noche a Cabaret, y Orbia estaba sentada mientras una doncella le cepillaba el cabello con cuidado. La señora ni siquiera se preocupaba por sentir algún jalón de cabello, confiaba lo suficiente en las personas que estaban a su servicio. Pero, sobre todo, sabía que todas ellas tenían muy claro que no toleraba errores si se trataba de asuntos de belleza. Cualquier error, por más mínimo que fuera, le quitaría la perfección de la que tanto hablaban los trovadores. La dama Grial, la loba de Cabaret. La mujer con más belleza y gracia de todo Languedoc, y de seguro de toda la cristiandad.

"Soy bella", se repitió con seguridad. O al menos lo intentó. Orbia sabía que era así. Se lo dijeron desde muy pequeña, y ella lo creyó. Los años se lo reafirmaron. La primera vez que lo escuchó fue antes de casarse, cuando la alabaron tanto diciendo que Jourdain tuvo suerte de desposarse con una flor tan hermosa como ella. Los halagos no pararon, y luego siguieron los trovadores. Su momento había llegado.

No fue fácil, y muchos parecían haber olvidado sus años de juventud e inseguridad. Tuvo miedo, en especial cuando los dos hijos que le dio a Jourdain murieron a los meses de nacer. ¿Qué destino le esperaba a una mujer incapaz de engendrar niños fuertes? Orbia imaginó los peores escenarios para ella, pero no tardó en darse cuenta de que alrededor nadie pensaba lo mismo. Nadie compartía sus temores. Porque Jourdain sentía una pasión extraña por ella, y la buscaba en el lecho más seguido de lo que solían hacer los maridos. Que seguían alabando su belleza, su gracia, su forma de dirigirse en la corte.

Por eso tuvo que hacer de la finn' amor y el joy su fortaleza. ¿Quién fue el que la nombro dama Grial? Apenas lo recordaba, pero todos sabían que la dama vivía en Cabaret y nadie se iba a atrever a sacarla de ahí. Ni Jourdain ni nadie. Porque los hijos ya no importaban, ya a nadie le interesaba Jourdain. Ella era la importante. La joya que brillaba con luz propia, la mujer más aclamada, la que todos adoraban. Y a quien los señores iban a buscar también, situación que ella aprovechó para conseguir beneficios.

Orbia supo que no bastaría la presión popular para obligar a Jourdain a que la mantuviera a su lado. Si había que mantener contentos a los señores para que se encargaran de respaldarla, ella lo haría sin importar el precio. No le desagradó para nada, de hecho, lo disfrutó mucho.

Los años habían pasado, y ya no solo la protegía su reputación en Cabaret, también la orden del Grial. Se sentía libre a su manera, impune para salirse con la suya siempre que podía. "Soy bella", se volvió a repetir. Y aun así se sentía rechazada por culpa de quien menos imaginó. De alguien que siempre le pareció insignificante. No quería pensar en ella de esa manera, pero, ¿qué otra cosa podría decir? Le daba pena, no merecía que la despreciara. Pero así eran las cosas.

Cuando se enteró de que Peyre Roger iba a casarse, pues la orden así lo dispuso, temió ser desplazada por la verdadera señora de Cabaret. Ella era solo la mujer del hermano del señor, la futura esposa sin duda tendría más autoridad e intentaría quitarle sus dominios. Orbia se preparó para una guerra, pues eso no iba a permitirlo. Pero al conocer a Bruna pronto supo que no iba a ser así, que esa muchachita sin gracia sería incapaz de quitarle algo. No, la chica jamás sería competencia para ella.

Para favorecerla aún más, la chica se apartaba de la finn' amor. Por cortesía intentó incluirla en sus juegos de la corte, pero Bruna siempre se mantuvo a un lado. Tal vez por eso ni siquiera esperó el primer golpe a su orgullo: Peyre Vidal.

Que la dama más aclamada tuviera al trovador más famoso de la cristiandad dedicado a ella era como un símbolo de su estatus. Y si bien sabía que Peyre se caracterizaba por sus amores galantes en cada corte a la que iba, eso nunca le molestó mientras ella fuera su dama principal. Excepto cuando él vio a Bruna y decidió dejarla de lado. Al menos así lo sintió. Ella le puso como condición que no dejara sus deberes, pero hacía casi dos años que Peyre se dedicaba a la tal Rosatesse porque sabía que a Bruna le gustaba, y que casi todas sus canciones estaban dirigidas a su cuñada.

Lo que más le irritaba, aunque jamás lo demostraba, era que a Peyre le importaba de verdad Bruna. Cuando fue por ella solo lo hizo porque era una conquista necesaria, un reto inalcanzable para un trovador. Pero a Bruna la adoraba, la quería más allá de las canciones. ¿Por qué no podía ella inspirar esos sentimientos puros?, se preguntó una vez. ¿Acaso para ella solo estaban reservados los amores galantes? Aquellos que, como decía Bruna, se acababan con una canción.

Tal vez lo de Peyre Vidal podría soportarlo, pues en verdad a ese hombre no lo quería. Pero lo otro... Lo otro era intolerable, y le había dado donde más le dolía.

Guillaume no podía ser tan ciego, en verdad no podía creerlo. Estuvo a la expectativa antes de conocerlo, bastante ansiosa en realidad. Quería una novedad en su vida, y sin duda el hijo de Bernard se la daría. Pero cuando la conoció ni siquiera se vio interesado, apenas algo cortés y apresurado. Le dio la oportunidad de reivindicarse en varios banquetes, y ni una sola vez lo intentó. Ya había sido suficiente humillación que la hubiera despreciado delante de todos en la fiesta de bienvenida, como para que además ni siquiera se acercara un poco a morder el anzuelo que lanzaba. El muy idiota solo tenía ojos para la insignificante de Bruna. ¿Cómo podía resignarse a aceptar eso?




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