La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 27: Libro prohibido

Antes de los tiempos previos fue el Principio

después de los Tiempos Previos fueron los Tiempos de Antaño.

En los Tiempos de Antaño,

los dioses llegaron al mundo y crearon a los terrestres (1)

 

Si fuera por él jamás hubiera aceptado ese trabajo. Pero, ¿qué le quedaba? De cierta manera para Abel era como salir de la rutina. La vida de sacerdote en Cabaret no era sencilla, y una parte de él extrañaba sus apacibles días en el monasterio, siguiendo un horario estricto y entregado al servicio de Dios. Sus días en el scriptorium trabajando en manuscritos, leyendo, traduciendo.

Fueron buenos tiempos, y a menudo se quedó sorprendido de las cosas que pasaron por sus manos. Pero una cosa era que de vez en cuando se descubriera anhelando su pasado, ¡y otra era que le ordenaran traducir esas herejías! ¡Las herejías más grandes de la historia de las herejías!

¿Por qué? ¿Por qué él? Que Dios lo perdonara, pero era lo que le tocaba hacer. Porque él también juró servir a la orden, y eso hizo mientras estuvo en el monasterio. Así que cuando una mañana recibió la inesperada visita de Guillenma de Barvaira, solo le quedó escucharla y acatar órdenes.

Algo sí que tenía que reconocerle a la orden, y eso era que poner a mujeres astutas en posiciones privilegiadas era una excelente estrategia. Nadie sospecharía jamás que una dama viuda tenía tanta responsabilidad en Cabaret.

El padre Abel sabía que él era un siervo menor en comparación a Guillenma. Que tenía que seguir sus órdenes sin cuestionarle nada. Fue ella quien lo aceptó allí, y en teoría él estaba bajo su cargo. Tenía que ser así, pues el señor Peyre Roger nunca se había acercado a él para darle indicaciones que no sean referentes a su labor como sacerdote de Lastours.

Por supuesto que le extrañó verla en la iglesia, ella sí se confesaba una vez al año solo en Pascua, y ni siquiera era una confesión real, apenas una mera formalidad para aparentar. Así eran todos los iniciados de la orden al parecer. Pero esa vez Guillenma tuvo que pedirle que hablaran a solas, y él temió que fuera algo grave. En cierta forma, sí lo fue.

—Ya conocéis al señor Guillaume de Saissac —dijo esta con tranquilidad mientras él asentía—. Sé de buena fuente que está en posesión de un libro que contiene información delicada para nuestra orden.

—¿Y qué debo hacer, señora? —preguntó él, desconcertado.

—Tal vez venga en estos días a pedir vuestra ayuda para traducir.

A veces le sorprendía la capacidad de Guillenma para, literalmente, saberlo todo. ¿Cómo supo que el señor de Saissac tenía un libro? ¿Quién espió para ella? Peor, ¿cómo supo que el señor en cuestión se enteró de que él sabía de idiomas? ¿Quién le contó? Se suponía que fue una conversación casual, nadie debió escucharlo.

—Así que eso haréis, sacerdote. Traduciréis para él.

—Entiendo, señora. Pero supongamos que encuentro ahí información demasiado delicada que es mejor que nadie sepa, ¿qué debo hacer?

—Aun así debéis entregarla, y orientar al caballero en lo que sepáis.

—¿Y puedo saber el motivo?

—Solo haced lo que os pido y no preguntéis más —dijo la dama antes de retirarse.

Siempre era fría con él, tal vez lo despreciaba y no entendía la razón. Nunca hizo nada para ganarse su rencor, pero sospechaba que los altos mandos de la orden y la iglesia no eran compatibles.

De por sí ya era temerario dedicarse a traducciones como esas, para además tener que entregárselas a ese hombre. No iba a decir que se llevaban mal, pero tampoco le agradaba del todo. Había llegado de la nada, había puesto los ojos en su señora Bruna, la distraía y mortificaba para hacerla caer en el pecado y... Bueno, eso no era lo importante. Si no el hecho que Guillenma le ordenara darle a ese caballero información delicada sin restricciones. ¿Qué significaba eso? Sin dudas que el tipo gozaba de una posición privilegiada dentro de su organización.

Así que esperó. Un día, tal como predijo Guillenma, el caballero de Saissac llegó a buscarlo con el libro en cuestión. Se sintió intimidado desde el primer instante, pues en la tapa del libro estaba grabado el conocido símbolo de la orden el Grial. Y Abel recordaba que libros con esas características los veía solo el encargado del scriptorium, él jamás tuvo acceso a estos. Intentó aparentar indiferencia, solo fue amable con él y prometió darle un vistazo apenas fuera posible. Y vaya que lo hizo.

A Abel le mortificaba ese libro, porque era justo la clase de cosas de las que no quería enterarse. Buscar el saber no era malo, y aun así creía que existían límites. Por algo, pensaba, Dios padre todopoderoso expulsó a Adán y Eva del paraíso. Comieron del fruto prohibido, y saber demasiadas cosas que solo le competían a Dios era sin duda el mayor de los pecados. Pero ahí estaba, con la cosa aquella en las manos, e incluso ya tenía la traducción de una parte de los textos. No era mucho, pero era lo suficiente para sentirse intranquilo al punto de pensar que estaba arriesgando su alma.

Así que, cuando esa mañana vio al caballero de Saissac entrar a la iglesia y hacer la señal de la cruz, sintió tal alivio que apenas hasta ese momento fue consciente de la tensión que sentía. Al fin, se dijo, podría intentar deshacerse del libro. O al menos intentar convencer al hombre de que parara con esa locura de querer saber cosas que nadie tenía que saber.




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