La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 32: Tentación

Cada vez que me acuerdo de la alcoba

donde, para mi mal, sé que nadie entra

pero todos vigilan, primo o tío,

me tiembla todo el cuerpo, incluso la uña,

igualito que un niño ante la vara:

temo suyo no ser, con toda el alma (1)

 

Los días habían pasado, y Guillaume decidió mantenerse ocupado para no pensar en lo que sucedió con Bruna, y soportar la espera. Iba seguido a Saissac y le alegraba saber que en poco tiempo podría volver a su castillo. Era seguro que antes del invierno estaría en sus tierras. No creía que su ausencia les afectara, los pueblos estaban acostumbrados a existir sin la presencia constante de su señor, pero igual quería que lo conocieran y que de una vez se fueran haciendo la idea de que él era quien estaba a cargo de todo.

Al menos de ese lado las cosas mejorarían, pero en otro aspecto seguía igual de perdido y arruinado que siempre. Intentó hacerle caso a Arnald y decidió no echarse al abandono con la bebida otra vez, en parte porque en realidad no era divertido beber por sentirse solo y miserable. No quería seguir ese rumbo, pues ya se había convencido de que lo de Bruna tenía solución. Lo del Grial todavía estaba en duda, pero lo de ella no. A pesar de que las mejoras en el castillo de Saissac no jugaban a su favor en ese aspecto. En el fondo no deseaba irse de Cabaret, eso significaría separarse aún más de ella.

La veía poco, ambos se habían evitado. Se cruzaban a veces por los jardines, se encontraban a la hora de la cena y en algunas fiestas que se organizaban en Cabaret. Se había dado cuenta de que no era que ella estuviera tratando de evitarlo porque ya no lo quería más, sino que tomaba valor para contarle todo. Igual cuando sus miradas se cruzaban podía ver ese brillo especial en ella, igual se sonreían, igual ella se sonrojaba. Y él, por supuesto, se daba cuenta de que alguien se iba a tropezar con el charco de babas que dejaba cada vez que la veía. Bueno, caía en cuenta de eso justo cuando Bruna desaparecía. No podía evitarlo, mientras más lejana la sentía, más la deseaba.

Le parecía un poco bajo hacerlo en su condición de caballero, pero usaba a su sirviente Pons para obtener información de lo que pasaba con Bruna. Una vez su amiga Alix en París le dijo que el mejor método para enterarse de las cosas era tener espías entre la servidumbre. Ellos siempre estaban ahí, silenciosos y discretos. Muchos no los tomaban en cuenta, pero estos escuchaban lo que él quería saber.

Le dijeron que ella había comentado que extrañaba pasear con él. Que estaba orando mucho para sentirse libre de hablar y contarle todo. De hecho, se le había visto más seguido en la iglesia. Arnald tuvo razón, solo tenía que ser paciente. Esperar y luego insistir un poco, y ella sería suya. Suya en el buen sentido de la palabra, solo su dama. Pero al menos tendría el derecho de besarla, estar cerca de ella el tiempo que quisiera, estar a solas. Y bueno, nada más.

A veces se sentía culpable por pensar demasiado en Bruna de una forma impropia. Su futura dama era hermosa y dulce, suave y tierna. No merecía esos pensamientos tan sucios que le dedicaba. Recordó aquella vez en que se encontraron en el balcón bajo la luna y cantaron juntos. Quizá ella no se dio cuenta, pero él sí. Debajo de ese camisón de dormir la dama no llevaba nada más, y pudo distinguir sus formas con claridad. Sus pequeños pero hermosos senos.

Imaginaba su desnudez a veces, se veía a sí mismo tocándola, haciéndola suya. Tenía claro que Bruna no era la maestra de la seducción, pero eso lo atraía más. Quería tenerla entre sus brazos y sentir todo su cuerpo temblar a su contacto, deseaba hundirse en ella una y otra vez mientras esta le rogaba por más.

No solo se trataba de sexo, eso lo tenía claro. No era una mujer a la que de pronto deseó y se le antojó poseer. Quería estar con ella, había empezado a sentir un profundo afecto por Bruna. Y la deseaba con todas sus fuerzas.

Era la hora de la cena, y la dama había indicado que se sentía indispuesta. En realidad, envió a Mireille para decirles que tenía un terrible dolor de cabeza. Esa noche ni Jourdain ni Peyre Roger estaban en Cabaret, habían ido hacia Carcasona a resolver un asunto urgente con el vizconde Trencavel, de eso se enteró aquella mañana. Se acercaba la fiesta de San Juan, así que supuso que era cuestión de las rentas que le debían, ya que ambos señores le habían jurado su lealtad al vizconde.

Le ofrecieron ir con ellos, pero se negó de inmediato. Primero, porque no soportaría pasar medio día con el imbécil de Joirdain. Y segundo, porque no tenía intención de prestarle ningún maldito juramento a Trencavel. Suficiente con que su padre hubiera asumido la tutoría de este durante un tiempo, ¿qué más podría darle Saissac? Ya lo aguantó de niño, y por él y no lo vería nunca más.

Los dos hermanos tampoco insistieron mucho para que los acompañara, después de todo no era su deber. Y esa noche, con Bruna ausente en la mesa, no tenía ganas de quedarse allí. Estuvo a punto de pedirle a Pons que ordenara que lleven la comida a su habitación, cuando Orbia llegó a la mesa.

—Vaya —dijo la dama con una sonrisa seductora—, me alegra saber que seréis vos quien me acompañe esta noche, señor —tomó asiento justo frente a él, sin respetar los protocolos. Esa mujer tan cerca, y solos, no era una buena idea.




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