La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 33: Errores

Me produce gran dolor

haber dejado a la hermosa;

intrepidez me faltó,

no le dije cuán preciosa

me era la luz de su amor (1)

 

Arnald no durmió bien esa noche. Uno de los escuderos del castillo se pasó de ebrio, hasta tuvieron que ayudarlo entre todos porque pensaron que se moría. Se puso violento el muy miserable, le dieron unos golpes para que se calmara. El tipejo en cuestión no les dio nada de paz, y él amaneció con un terrible humor. Odiaba esa clase de borrachos, eran de lo peor. Y, para su desgracia, él era especialista el lidiar con esas situaciones.

En París aprendió a conocer cada una de las fases por las que pasaba un borracho, y sabía muy bien en qué momento intervenir para evitar una tragedia. Forzar a vomitar al individuo a veces servía, en otras ocasiones una cubeta de agua fría ayudaba para amansar a la fiera. En su caso, los dos borrachos más odiados de su vida tuvieron actitudes distintas. Después de la fase de risas, bailes ridículos y abrazos diciendo que el otro es su hermano del alma; llegaba la parte crítica. Amaury era de los que se metían en una pelea a la mínima provocación, en cambio, su señor era del tipo que hablaba estupideces sin medirse.

Guillaume no discutía ni peleaba con nadie. Pero cuando estaba de verdad ebrio comenzaba a reflexionar en voz alta, a recordar cosas que ni al caso, a inventar situaciones absurdas y locuras; entre otras cosas insoportables. En definitiva, ese par de desgraciados le convencieron a no beber nunca. No quería ser como ellos, no quería perder el control de sí mismo, y menos averiguar qué clase de borracho era. Así que, odiando el alcohol y a los ebrios más que nunca, Arnald se aseó con rapidez y fue de inmediato a ver a su señor.

Iba caminando en esa dirección cuando quedó petrificado. Del mismo pasillo salieron dos figuras que tomaron rutas distintas. Un tambaleante y ebrio Guillaume iba a su habitación. Y del otro lado iba Mireille, llorando, llevándose las manos al rostro mientras huía. Por un instante ni siquiera fue capaz de reaccionar, solo vio a su señor desaparecer, pero seguía escuchando el llanto de la joven doncella.

—¡Mireille! —gritó, porque entendió muy rápido en ese momento que su prioridad era ella. Algo pasó por su cabeza, una idea que lo llenó de una furia que jamás había sentido. Se llevó la mano al cinto para buscar su daga, y ahí la encontró. ¿Estaba dispuesto a usarla? Sí, por supuesto. La usaría contra cualquiera que se hubiera atrevido a dañarla—. ¡Mireille! ¡Espera! —corrió hasta alcanzarla, y ni siquiera lo pensó. Se paró frente a ella, tomó sus manos en sus hombros y la detuvo—. ¿Qué te sucede? —preguntó de inmediato. Mireile hizo lo posible por calmarse, y al fin habló.

—Vuestro amo...

—¡Qué te ha hecho ese infeliz! —gritó furioso. Casi podía adivinarlo, y nunca odió a Guillaume tanto como en ese momento. ¿Acaso sería la primera vez que un caballero borracho tomaba a una doncella a la fuerza? ¿Y acaso ellas podían oponerse? De solo pensar que él se atrevió, que dañó a su Mireille...

—A mí no —interrumpió ella de inmediato, y eso poco a poco empezó a calmarlo—. Solo me lo crucé, y me dio tanta rabia y pena que no pude evitar ponerme a llorar.

—No entiendo, ¿qué hizo entonces? —preguntó confundido. Al menos era un alivio, ella estaba a salvo. Pero todo ese asunto empezaba a asustarlo. ¿Qué pudo pasar en esa maldita noche?

—Fue a mi señora Bruna —contestó. Y el alivio se le esfumó de inmediato—. No sé qué sucedió anoche, ella no ha querido contarnos. Solo sé que pasó algo terrible entre ellos dos, pues en medio de la noche él entró con Bruna herida a la habitación. ¡Ni siquiera noté que ella había salido! No sé qué le ha hecho, Arnald. Ella comenzó a gritar que no quería volver a verlo, ¿y si la forzó? ¿Cómo voy a saberlo? ¿Qué clase de hombre es ese? ¿Siempre fue así?

—Bueno... —¿Qué decir? Él también se encontraba confundido. Bruna herida, ¿fue un accidente? ¿Se lo hizo él? ¿Acaso eran ciertas las suposiciones de Mireille y Guillaume golpeó a Bruna para forzarla? Era posible, los hombres ebrios hacían ese tipo de cosas.

—No sé qué pasó, pero ella no va a perdonarlo nunca —continuó Mireille.

—¿Es por eso que estabas llorando?

—Por eso, y por todo. Sé que suena ridículo, pero me siento engañada. Yo creía que tu señor era un hombre bueno, que la iba a hacer feliz, ¿y ahora esto?

—Debe haber una explicación —continuó él—. Escucha, sé que mi señor no es el mejor de los hombres, y de hecho en París tuvo una mala vida llena de vicios. Ha cambiado mucho, y no entiendo nada de esto. No sé qué pudo hacerle a Bruna, pero te prometo que voy a averiguarlo, ¿si? Solo, por favor, no llores más. —Jamás la había visto así, y esa primera vez era insoportable. Estaba acostumbrado ver sus ojos llenos de alegría y su sonrisa, la sensación que le provocaba su llanto era indescriptible.

—Gracias por estar aquí, Arnald —le dijo con la voz quebrada—. Odio toda esta situación, odio no poder ayudarla. Y pensar que él le hizo daño me asquea.

—Todo va a estar bien —le prometió sin siquiera estar seguro de sus palabras. Estaban muy próximos uno al otro, y cuando Mireille dio un paso para avanzar, él se aproximó sin querer.




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