No falté por negligencia;
conservo pues la ilusión
de que el mal mude a favor
porque el bien tan bien comienza (1)
Los sucesos después del ataque de Jourdain fueron tal y como Guillaume lo esperó. Ese mismo día Peyre Roger llegó de Carcasona, al parecer sus asuntos con el vizconde terminaron antes de lo previsto y envió a su hermano primero mientras se reunía con otros señores.
No sabía si dudarlo, pero en verdad no creía que Peyre Roger hubiera ignorado por completo el trato que su hermano le dio a Bruna. Tuvo que saberlo de alguna forma, y solo mostró indignación cuando fue muy escandaloso. Después de todo, ¿qué dirían de un hombre incapaz de proteger a su mujer? Lo mínimo que tenía que hacer era poner en su sitio a Jourdain y defender el honor de la esposa. Por supuesto, lo que había pasado no fue solo escandaloso. Fue terrible.
El señor de Cabaret escuchó los testimonios de todos, incluso de Bruna, aunque esta no salió de su habitación. No había dudas, Jourdain era culpable y no podía permanecer en el castillo. Por un lado, Guillaume entendía cómo se debería sentir el hombre. Jourdain era un pedazo de basura miserable, pero seguía siendo su hermano y apoyo en la defensa de Lastours, despacharlo así no más le restaría hombres de armas.
Fue así que Guillaume descubrió que en Cabaret eran especialista en disimular los escándalos. Según Arnald, fuera del castillo poco se sabía lo que pasó, en realidad ni detalles tenían. Así que después de un día de pensárselo, Peyre Roger tomó su decisión: Enviar a Jourdain a Queribus, un castillo ubicado al este y separado por una montaña. No se revelaron detalles, lo hicieron pasar por un asunto de caballeros que no era de la incumbencia de nadie. Ah, y Peyre tampoco dejó que su hermano se llevara a todos sus hombres. Era un castigo, pero no lo parecía.
¿Qué le quedaba a Guillaume? Resignarse, ¿qué podía reclamar? Aceptó las disculpas de Peyre por lo que hizo su hermano, y supuso que Bruna asintió en silencio la decisión del marido. ¿Qué otra cosa podría hacer? Ojalá Jourdain recibiera un castigo real, pero la vida no era tan justa y eso él lo sabía. Algún día, se dijo. Algún día le llegaría la hora al miserable, y si estaba en sus manos, él se encargaría de ejecutar la justicia.
Con la partida de Jourdain los problemas no habían acabado. Entendía que Bruna no saliera uno o dos días. O tres. Pero un día se enteró de que ella estaba enferma de verdad. Fiebre, mareos, una terrible dolencia del estómago. Circulaban rumores de un embarazo, pero no lo creía. Suponiendo que hubiera concebido antes de la partida de Peyre, pudo perder a la criatura después del accidente. Estaba enferma, y eso lo llenó de angustia.
No quería ser chismoso, esas cosas eran impropias de alguien de su condición. Pero necesitaba el chisme para saber lo que le pasaba en verdad a Bruna, y como Arnald y Pons eran hábiles consiguiendo información, pronto supo que se trataba de una enfermedad que Bruna tenía desde niña. Nadie sabía bien qué era, solo que había veces tenía que guardar cama y esperar a recuperarse. A veces tardaba días, o semanas. Y saber eso lo atormentaba, pues estaba seguro de que él y sus cagadas le provocaron eso. El accidente la debilitó, no podía solo culpar a Jourdain por eso.
Así que no se habían encontrado desde aquella vez. Y a quien tampoco veía, o no se dejaba ver, era Guillenma. Ella ni siquiera apareció a declarar por lo que pasó, es más, nadie la nombró, como si jamás hubiera estado allí. Las veces que mandó a Arnald a preguntar por ella y solicitar una reunión, nunca tuvo respuestas. Guillenma no estaba, no podía, se encontraba ocupada. Por supuesto que lo evitaba, y él no iba a dejar ese asunto pendiente. Nunca había estado tan cerca de obtener las respuestas que necesitaba sobre la orden, y no iba a detenerse.
El caballero estuvo a punto de plantarse ante la puerta de la casa de la dama y no moverse de allí hasta que lo recibiera, pero por suerte eso no fue necesario. Una mañana Arnald llegó corriendo, entusiasmado con la noticia: Al fin la dama aceptaba recibirlo para un almuerzo en casa, pero le pidió que fuera muy discreto. Lo entendió, así que decidió usar una capa que jamás se había puesto para que no lo reconocieran, y salió apenas escuchó las campanas de la sexta (2). Lo único que esperaba, y hasta lo rogó en su mente, era que Guillenma no le pusiera una condición similar a la de Orbia. No parecía ser como ella, pero en verdad no sabía qué esperar de la dama de Barvaira.
Al entrar a la casa todo parecía normal. Nada de ambientes íntimos que se prestaran para ese tipo de asuntos, y mejor, no quería que se corrieran chismes. Algo le decía que Peyre Roger sí sería capaz de clavarle una espada si se enteraba de que se veía con su dama. A ella la adoraba más que a su esposa.
—Espero que os encontréis bien, señor —le dijo esta al verlo—. Lamento no haber podido responderos antes, solo no lo creí prudente.
—Lo entiendo, gracias por recibirme. He tenido muchas dudas en estos días, lo que pasó en el castillo me dejó desconcertado. —Fue discreto al hablar, sobre todo porque aún había sirvientes cerca. Guillenma hizo una seña, y bastó con eso para que el público se esfumara.
—Tomad asiento —pidió. Se acomodaron frente a frente, la comida estaba servida. En honor a la verdad, no tenía apetito. Lo único que quería era escuchar información de la orden—. Siento mucho no haber podido hablar con vos antes. Como debéis saber, señor, las cosas dentro de nuestra orden no son tan simples
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Editado: 08.09.2022