La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 43: Armas de terror

Mis canciones se han convertido en tristeza,

Mi alegría en desesperación (1)

 

Una vez frente a Froilán todo se detuvo. Ni siquiera podría definir cuánto tiempo estuvo ante su superior dentro de la orden, aguardando a que dijera algo. Lo que sea. Cualquier cosa que acabara con esa incertidumbre. ¿Sería castigado? No esperaba menos, Trencavel sabía que se lo merecía. Pero el hombre que estaba parado a su lado, no. Para Raimon de Foix aquello de seguro era una injusticia, una arbitrariedad. Se sabía y se sentía poderoso. De hecho, lo era.

A veces Trencavel no entendía cómo hacían los de la orden para partir su vida y su pensamiento de esa manera. De ser un hombre de cara al mundo, siguiendo la jerarquía de la nobleza, disfrutando de su poder y riqueza. Y, del otro lado, ser un hombre en aprendizaje de secretos que databan tal vez del origen de la humanidad misma. Existiendo dentro de una organización en la que un simple comendador templario de un pueblo perdido entre Carcasona y Béziers estuviera sobre un gran conde. Y que este comendador tuviera en ese momento todo el derecho a castigarlo. ¿Cómo se podía aceptar ese otro orden en sus vidas?

—Supongo que en verdad creyeron que nadie iba a enterarse jamás —dijo al fin Froilán de Lanusse—. Que pensaron con orgullo que nadie los descubriría, que podrían tomar el poder de la orden a base de amenazas —los observó con detenimiento a ambos. Tal vez duró apenas un instante, pero Trencavel sintió que Froilán lo leyó. Que supo cómo penetrar en su alma y saber de sus intenciones. Solo esperó que también se hubiera dado cuenta que de verdad ya no quería seguir ese camino—. Sí, ya entiendo. Creyeron que valiéndose del poder de los hombres podrían conseguir amedrentar a quien quisieran, y se olvidaron de que esta orden sirve a propósitos más altos. Que sus amenazas no valieron de nada en algunas personas que no los reconocieron como sus líderes, que no dudaron en escribirme para contarme lo que hacían a mis espaldas. ¿Qué tienen que decir?

—No tengo excusa —respondió él de inmediato—. Cuando caí en cuenta de mi error ya era demasiado tarde, el daño estaba hecho. —Froilán no dijo nada. Lo miró un momento más, como estudiándolo. Y tal vez escogió creerle.

—¿Qué hay de ti, Raimon? —le preguntó al conde. Como respuesta, este solo suspiró con cansancio. Por supuesto, dudaba que él fuera a admitir tan rápido su error.

—¿Qué puede decirte que no sepas ya? En verdad creí estar haciendo lo correcto, aún pienso que hice lo necesario para evitar que la orden cayera en el caos —contestó este con seguridad—. Sabéis tan bien como yo lo que custodiamos, y todos los secretos relacionados. Cualquiera de estos, de caer en las manos equivocadas, podría provocar un desastre. Ya tenemos a un legado papal con los ojos en nosotros, ¿cuánto más íbamos a esperar antes de actuar?

—Justo ese es el problema, Raimon. Nadie debió actuar, nadie debió hacer nada. ¿No os dais cuenta? Sus acciones desesperadas solo confirmaron lo que el enemigo ya sospechaba. El legado Arnaldo partió a Roma, pero Peyre de Castelnou se quedó como sus ojos en Languedoc. Ahora ellos saben que en Saissac se escondían secretos de la orden, y solo confirmaron nuestra presencia entre los nobles cuando ustedes se involucraron en esto.

—Pero evitamos que tomaran esos manuscritos —aclaró el conde.

—Y se condenaron al confirmarle al legado que son parte de la orden. ¿O es que creyeron que no actué por debilidad? ¿Por temor? ¡Por supuesto que no! Lo hice por la orden, por protegerlos a todos. Para no revelar nuestra posición, para no delatarnos. Si el enemigo estaba alerta, esperando cualquier movimiento, ¿por qué darle motivos? Solo tuvimos que seguir actuando con cautela, con perfil bajo. Pero no, ya hicieron la desgracia que hicieron. Ya es muy tarde para arrepentirse. ¿Y en serio siguen pensando que fue lo correcto?

A ese punto hasta Raimon de Foix estaba avergonzado de su comportamiento. Cierto que Froilán era solo un comendador templario, pero ambos lo admiraban. Lo tenían por un hombre sabio, conocedor de los secretos de la orden. Y si ya antes Trencavel había caído en cuenta de su error, en ese momento se sentía más estúpido que nunca. En su orgullo no fue capaz de ver todo lo que podrían provocar con sus acciones.

—Al menos Cabaret está a salvo —dijo él. Porque sí, eso era en verdad lo único que importaba. Que Cabaret y todas las personas que custodiaban fueran ajenas a todo mal.

—Sí, pero no gracias a ustedes. Incluso Guillaume, por quien armaron toda esta estupidez, está siguiendo el camino del conocimiento.

—¿Cómo? —Sin querer, ambos dijeron esa palabra a la vez. Le pareció que en el rostro de Froilán se formaba una tenue sonrisa de condescendencia.

—¿No dije que no os adelantéis en juzgar a Guillaume? Que no confiaban en él por ser extranjero, decían. Que lo conocían de antes y sabían de sus malas formas, dijeron. Peyre Roger y Guillenma sabían lo mismo, también lo pensaron. ¿Y qué hicieron? ¿Qué escogieron? Hacer lo correcto y refugiar al gran maestre, cerrar la comunicación para evitar los rumores, y empezar a guiarlo con discreción hacia el camino del conocimiento. Ahora él sabe lo necesario para seguir el rumbo, para pronto tener la capacidad de tomar decisiones y guiarnos.

—¿Cómo es posible? —preguntó el conde—. ¿Cómo lo hizo con tanta rapidez?

—Con voluntad, conde. Llegó decidido a hacerlo, y no se detuvo hasta conseguirlo. Por supuesto, en Cabaret guiaron con discreción ese camino, evaluando su comportamiento hasta decidir si era apto o no. Y sí, va bien. Al punto que hasta tiene conocimiento de la identidad de la dama del Grial.




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