La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 61: Banquete

Bien recibido

seré, preveo,

porque al hablar no he sido lego:

preferí el oro al cobre; nos besamos

y con su manto azul nos envolvemos

a fin de las miradas evitar

de esa calaña de culebras sin resuello,

habladores de lengua viperina y hostil (1)

 

Por poco y se arroja a sus brazos al llegar. Esos días sin él fueron insoportables. No solo se trataba de su compañía, fue su apoyo lo que le hizo falta. Los mareos y las náuseas no se detuvieron, no supo cómo disimular lo mal que se sentía para que Peyre Roger y los demás no se dieran cuenta. Aún no tenía claro si estaba embarazada, según Valentine quizá lo mejor era esperar una semana más y solo entonces se confirmaría todo.

Una semana. Por un lado, tenía claro que Guillaume no iba a abandonarla, que iba a defenderla y cuidarla. Sí, eran dama del Grial y gran maestre dentro de aquella orden, pero no se trataba de eso. La orden era un secreto, su vida pública no. Ella seguía siendo la señora de Cabaret, y su marido Peyre Roger. Por más que su posición fuera alta en la orden, su esposo no iba a perdonar el adulterio con tanta facilidad. Quizá ni Dios lo haría. ¿Qué iba a hacer entonces? Era mejor no pensar en eso, no tenía la seguridad de llevar una vida en su vientre.

Pasó esos días ansiosa por bajar de la montaña negra e ir a Saissac. Salieron temprano, poco después del alba, y llegaron pasado el mediodía. Esa misma noche sería el banquete que Guillaume ofrecía, y a ella le preocupaba no sentirse bien durante el evento. Conforme se acercaban, Bruna notó que ya varios invitados habían llegado, tal vez eran de los últimos. Quizá eso se debía a que Orbia insistió en la demora durante el camino para hacer una entrada triunfal como siempre. Le encantaba ser admirada, y más si sería la primera visita de la dama loba en Saissac.

Luego de desmontar, un siervo del castillo los guio hacia el salón donde el señor esperaba para recibir a sus invitados. Cuando las puertas se abrieron, y lo vio, fue que sintió ese fuerte deseo de correr a su encuentro y abrazarlo. Desde su posición, Guillaume la observó con una sonrisa radiante, los dos parecían no tener ojos para nadie más. Tenían que mantener las formas, por supuesto, ya habría tiempo para la intimidad.

El séquito de Cabaret estaba conformado por el señor y la señora, Orbia, Guillenma, y hasta el padre Abel. Fue conforme se acercaban que la joven dama lo notó, la estaban mirando. Por supuesto que advirtieron que el señor del castillo no dejaba de verla, y de seguro que habían escuchado que era su dama en la finn' amor. Bruna nunca se sintió tan observada. Al llegar frente a él, Guillaume tomó su mano y le dio un beso.

—Te he extrañado tanto, querida —dijo—. No he hecho otra cosa que anhelarte y pensarte.

—Cuánta galantería de tu parte —bromeó ella. Tenía que jugar a la finn' amor delante de todos, y eso incluía fingirse lejana y altiva.

—Es que este no es el lugar para ponerme atrevido —susurró, y le guiñó el ojo. La dama se contuvo para no reír, en verdad a ninguno de los dos se le daba bien fingir cuando ya habían compartido todo. Sus almas, sus cuerpos, y sus anhelos.

—No puedo esperar para eso —añadió ella, sonriendo con complicidad. Guillaume miró a los demás, era momento de las formalidades.

—Sean bienvenidos a Saissac —dijo el caballero con entusiasmo—. Espero que no hayan tenido ningún inconveniente durante el camino.

—Gracias a vos por invitarnos, señor —respondió Peyre Roger—. Nos honra estar aquí, y ver lo mucho que ha cambiado Saissac desde mi última visita. Sin duda un futuro prometedor os espera en vuestras tierras.

—Con la bendición de nuestro señor, así será. Pónganse cómodos, sírvanse de la comida y la bebida. Espero que disfruten su estancia.

—Sé que así será —dijo ella—. Nos sentimos entusiasmados por estar aquí.

—Quiero agradeceros por vuestra hospitalidad en Cabaret —continuó Guillaume—. Este también será como vuestro hogar, siempre sereis bienvenidos.

Fue en ese momento, en medio de agradecimientos y formalidades, que otra figura se hizo presente. No lo conocía, pero bastaba con verlo para saber que no era un señor cualquiera. En cuanto sus miradas se cruzaron, la dama se sintió intimidada. Parecía examinarla con cuidado.

—Querida —le dijo Guillaume al notarlo—, os presento al conde Raimon de Foix. Señor, ella es Bruna de Béziers, señora de Cabaret.

—Es un placer conoceros, señora —contestó el conde, mostrando una sonrisa. Eso logró relajarla un poco—. Todo lo que vuestro caballero me ha contado es más que cierto, sois una mujer hermosa y encantadora. Peyre Roger tiene suerte de teneros como esposa, y vos, señor, es afortunado de tener el amor de mujer tan bella.

—No creo merecer tantos elogios, conde —le dijo Bruna. En verdad no sabía qué responder o qué hacer cuando le decían cosas como esas—. Entiendo que llenar de halagos a una dama recién conocida es costumbre en nuestras tierras, pero no tenéis que exagerar.

—Qué cosas dice —contestó este, incluso se le escapó una carcajada—. Si no hago más que decir la verdad. De haber sabido de la belleza de la dama Bruna de Béziers hubiera venido.




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