La dama y el Grial I: El misterio de la orden

Capítulo 64: Voces [Final]

La lengua no tiene huesos, pero tiene el poder de romperlo (1)

 

Trencavel leyó con cuidado la última carta que recibió. Llegaba directo desde Fontfride, y se detuvieron en Carcasona, porque fue el único lugar donde ubicaron a uno de los caballeros presente. Según dijo el mensajero, la orden de quien envió la nota fue justo esa: Que nadie que no fuera un verdadero iniciado leyera esas palabras. Y, conforme miraba el pergamino, entendía la razón.

 

Confío en que haréis llegar este mensaje a vuestro gran maestre. No quise que mi carta fuera directo a él, pues podría ser rastreado y revelar su posición. En verdad me encuentro muy preocupado por lo que planea el legado Arnaldo, que sin duda no puede ser nada bueno.

Sé que el legado Peyre de Castelnou partirá pronto a Tolosa a presionar al conde, intentan conseguir algo de él que no sé si pueda darles. Todos los preparativos para la partida de Arnaldo Almaric a la Île-de-Franc están listos, se irá al amanecer.

Sus intenciones, al menos para mí, son claras. Toda esta campaña de conversión no le resultó satisfactoria al Papa, cree que no hemos hechos avances suficientes, y que la influencia de los albigenses crece cada vez más. Sabéis tan bien como yo que, cuando las medidas pacíficas fallan, queda la fuerza. Y si el legado Arnaldo va a Paris, solo consigo pensar que hará lo posible para encontrar aliados que lo ayuden en su empresa.

Estáis advertidos ya. Tiempos difíciles se acercan.

 

El vizconde cerró la carta con cuidado, y miró el pergamino en blanco que se encontraba frente a él. Tomó su pluma, y empezó a redactar una explicación para Guillaume. No tenía claro si las cosas estaban bien entre ellos, pero él igual haría lo mejor para la orden. Por eso, el gran maestre tenía que saber que, si bien era cierto que fray Domingo de Guzmán no era parte formal de la orden, sí que sabía de ellos. Por eso se tomó el riesgo de escribir esa carta para advertirles. Y sí, Raimon estaba de acuerdo: El legado tramaba algo terrible, y poco podían hacer.

Necesitaba tranquilizarse, pero sentía que le temblaban las manos mientras escribía. Ya Sybille se lo advirtió: Su visión de destrucción era inevitable. Sin saberlo, Domingo dio justo en el punto. Se acercaban tiempos difíciles para la orden, y temía que ese era solo el comienzo.

Cuando terminó de escribir, preparó la correspondencia para ser enviada a Saissac. El vizconde se puso de pie, y al abrir la puerta encontró todo tal como lo pidió. El joven Luc de Béziers esperaba ahí, atento a sus órdenes. No había nadie más, y mejor así, pues la corta charla que tendrían era confidencial.

—Esto es todo —le dijo a Luc—. ¿Crees que puedas llegar hoy mismo?

—Estaré antes del anochecer, os lo aseguro —contestó el muchacho.

—La orden es clara, Luc. No debes entregar este mensaje a nadie que no sea Guillaume. Se lo darás en sus propias manos, y te asegurarás de tener una respuesta.

—¿Y a quién debo enviar la réplica de nuestro gran maestre?

—Él os dará las indicaciones, pero es mejor que sea pronto. Confío en que le harás saber al señor de Saissac lo urgente que es esto.

—Así será, mi señor. Os lo aseguro.

—Ahora, acompáñame. Me encargaré de que os den todo lo necesario para tu partida.

Salieron juntos por el pasillo, y pasaron por el salón. Uno de los siervos de la orden que estaba a su cargo se les acercó. Trencavel dio todas las indicaciones, y así Luc se despidió de él para cumplir la misión encomendada. Al fin a solas, pensó que solo tendría que tomarse las cosas con calma. Aún había tiempo, y no todo tenía que ser tan trágico. Se acercaba el invierno, y nadie atacaba en invierno, ¿verdad? Además, dedicó esos meses a ordenar que se fortificaran los muros de Carcasona. Estaban preparados, por supuesto. No tenía que temer, no aún...

Las risas lo distrajeron por un instante, y en el fondo lo agradeció. Su esposa Agnes llevaba a su pequeño hijo sobre sus rodillas, y sonreía encantada ante quien tenía al frente. Hacía unos días que el trovador Peyre Vidal llegó a Carcasona para entretenerlos, y por supuesto que fue más que bienvenido. Su esposa andaba rodeada de otras damas de su séquito, así que todas respondían con coquetería a los halagos del trovador.

Siempre se llevó bien con él, de hecho, Peyre Vidal compuso canciones en su nombre para halagarlo por ser el perfecto modelo de caballero de Provenza. ¿Lo era en verdad? Ya no lo creía, pero era lo que todos querían pensar. Cierto, le agradaba Peyre, y jamás la tomó mal con él. Ni siquiera cuando se la pasó pretendiendo y halagando a Bruna. A pesar de saber de la relación cercana que tenían, jamás sintió celos de él. Porque había cosas que conocía de Peyre Vidal. Cosas que no habían hablado jamás.

En un momento, su esposa se puso de pie. No escuchó bien lo que dijo, pero se excusó y se alejó al lado de las damas que la acompañaban. Peyre se despidió de ellas haciendo una venia, y pronto se quedó solo en el salón. Quizá iba a retirarse, pero advirtió su presencia.

—Mi señor, qué gusto veros hoy —le dijo, al tiempo que se acercaba para presentar sus saludos.

—Os vi muy a cómodo, Peyre. Agradezco que entretengas a mi esposa, me complace verla sonreír de vez en cuando.




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