Pienso con pena en mis dichosos días,
que pasaron como una tempestad.
El mundo está lleno de hostilidad.
Más cada vez, ¡ay! (1)
Sabía que debería pensar que al fin volvía a casa. Que esas eran sus tierras, su castillo, y que incluso cualquier cosa que se moviera en el bosque le pertenecía. Pero ver Saissac de lejos no le generaba ninguna emoción, apenas el alivio de saber que al fin podría asearse y dormir.
Tal como dijo Arnald, el clima empeoró de un momento a otro, y esa mañana cabalgó entre campos nevados. No tenía ánimos de nada, así que podía tomarse unos días para dejar de ser el gran maestre de la orden.
Una ilusión vana, al parecer. Apenas los mozos se hicieron cargo de sus caballos, llegó su siervo Reginald a decirle que tenía mucha correspondencia importante que revisar. Incluidos los informes de parte de algunos miembros de la orden que llegaron en su ausencia. Guillaume suspiró, ¿qué le quedaba? Tal vez podría ir a la cama y leer todo con calma, ya al día siguiente redactaría las respuestas, o le pediría a Arnald que lo hiciera mientras él dictaba.
—En fin, bienvenido a Saissac —le dijo a Abelard sin ganas—. Van a preparar una estancia para ti, así que puedes relajarte y tomarte el día. Haz lo que quieras, hoy no estaré disponible para nadie.
—Solo puedo quedarme esta noche, señor —aclaró el templario—. Será una suerte si llego a Montpellier sin percances, tal vez caiga una tormenta.
—Cierto... —Y allí estaba el otro tema incómodo que no quería tocar: Sybille.
Aparte de las anteriores profecías que escribió la joven dama, Guillaume no había recibido nada más de ella. Quiso interpretarlo como que en verdad no era necesario que hablaran, pues el papel en la orden de Sybille se limitaba a advertirles de su futuro, y si no había nada que decir, tampoco era necesario contactarla. Solo que la novedad del matrimonio que debería contraer con ella, tal vez en unos años, lo tenía inquieto.
No lo había comentado con nadie, ni siquiera con Bruna. No tenía idea de como reaccionaría ella si le contaba que iba a casarse con una dama de Montpellier. Aunque en teoría eso no debería afectar en su relación, pues a los ojos de la sociedad solo eran dama y caballero en finn' amor, y en lo privado eran amantes. Guillaume no lo podía ver de esa manera. Y sabía que Bruna tampoco aceptaría esa noticia con una sonrisa y resignación.
El único que había deslizado algo del tema, y con mucha discreción, era Abelard. Él era cercano a la dama, pues la había visitado y aliviado sus temores sobre la orden. El templario también le comentó que si bien Sybille no tenía visiones desde la última vez, sí que había estudiado documentos antiguos y tenía respuestas que solo a él podía contarle. Y que no esperara que ella lo pusiera por escrito, eran temas tan delicados que era mejor hablar de forma directa y sin intermediarios.
Eso Guillaume podía entenderlo. Pero también se resistía a hacer ese viaje, en especial en esa época de fiestas y de nieve inesperada. Acababa de llegar del sur, ¿por qué tenía que moverse otra vez? Bastaba con enviarle una carta a Sybille, presentándose y diciéndole que pronto iría a verla, que no se preocupara por nada, pues se encargaría de que siempre estuviera a salvo. Y claro, Abelard se ofreció a llevar la carta en persona, eso le pareció adecuado.
—Te entregaré el pergamino por la mañana, supongo que quieres partir a primera hora.
—Si el tiempo lo permite, así será, señor. Gracias por recibirme en vuestras tierras, sé que mi estancia será corta, pero si necesitáis mi apoyo para cualquier cosa...
—Abelard, solo relájate, ¿quieres? Te lo mereces. El mocoso se largará mañana también, volverá a Béziers. Pueden hacerse compañía en la ruta, ¿estás de acuerdo?
—Está bien, acepto la sugerencia —respondió, mostrando una sonrisa que intentó disimular.
—Perfecto, nos veremos para el almuerzo si es que estoy despierto —bromeó él—. O para la cena, quién sabe.
—Sí, bueno... Yo... Solo iré a refrescarme.
—Ve —le dijo, palmeando su hombro, y le pareció notar que el templario relajaba su postura, y su andar en general. A veces lo desesperaba que sea tan formal, pero lo apreciaba a su manera.
Guillaume caminó directo a su alcoba, la cual ya habían acondicionado para recibirlo. Quería estar solo un momento antes de que le prepararan el baño, y una vez cerró la puerta, suspiró con cansancio. Y aburrimiento. Qué vacío y sin sentido se veía ese lugar sin Bruna esperándolo en la cama, o sin sus golpes disimulados a la puerta para entrar en medio de la noche. El único momento en que Saissac fue su hogar, y esa alcoba suya, fue cuando se convirtió en el refugio de su amor.
Caminó lento, y se quitó las botas, entre otras prendas. Cuando estuvo desnudo de la cintura para arriba, sus ojos se fijaron en la torre de correspondencia en la mesa de su habitación. Bufó, y maldijo para sí mismo. Bien, ¿qué le quedaba? Apenas terminara con su baño se pondría a trabajar en eso, pero primero daría un vistazo. Tal vez no todo era tan importante, solo tenía que dividirlo y así ordenaría sus prioridades.
Primero reconoció algunos sellos de señores de la orden, de la encomienda templaria de Moix, incluso de Cabaret. ¿Alguno sería de Bruna? Esa idea le sacó una sonrisa, así que puso ese pergamino aparte para leerlo primero. Y así, revisando entre todo, Guillaume arqueó una ceja cuando halló, escondida casi al final como si no tuviera importancia, una carta con el sello de la casa de los Montfort.
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Editado: 06.08.2024