La medianoche murió apacible, susurrante, casi en silencio.
El cielo dormitaba, los copos de nieve cubrían todo de blanco y las escasas nubes se tornaban de colores: por un momento eran un moretón verdoso y al otro un gris ceniza ennegrecido como el alquitrán. Las calles de piedra y hormigón eran acariciadas y arrulladas por el sonido del agua corriendo entre las alcantarillas, mientras que la vieja torre del puente que solía anunciar la llegada de una nueva estación, era apaciguada por las corrientes de aire del bosque de pinos rojos y el lejano sonido de las lechuzas.
Al momento en que los techos de las casas se cubrieron de brillo perlado, el frío aire entró debajo de las puertas y los cristales de los ventanales se humedecieron hasta congelarse. Las torres de humo de las chimeneas, se fueron haciendo cada vez más pequeñas, de igual forma que fue mermando su fuego y reduciéndose a cenizas. En una habitación, una pequeña se abrigaba entre sus sábanas y abrazaba una horrorosa muñeca de trapo, mientras en el callejón debajo, las ratas de los basureros se escondían en sus madrigueras y cubrían sus camadas.
Todo el pueblo estaba sumergido en un sueño invernal, todos…excepto por ellos.
Cuando el reloj marcó la siguiente hora, la Gran anciana anduvo el camino hasta el salón de plegarias de la catedral, bajó unos escalones con el sonido de sus pisadas en eco y se adentró entre las bancas del roble mohecido y gastado. Le gustaba llevar su cabello a la vista de todos, como corona plateada, corto al nivel de la nuca, pero esa noche lo había envuelto entretelas viejas en respeto a lo que se avecinaba. Su rostro, cansado, era una pálida y reseca uva deshidratada y sus ojos, muy diminutos casi ni se movían. Detrás de ella, su larga túnica negra se arrastraba como un fiel sirviente tras su amo, y en su cuello, un collar hecho con cadenas de acero, igual que su antaño y grueso anillo, se iluminaba con la luz de las velas ante tal oscuridad. Su postura era medio encorvada y sus dientes manchados de amarillo sobresalían en sus labios.
Estaba por cerrar las altas puertas de la Catedral para irse a descansar en sus aposentos. Recorrió con la mirada el lugar en busca de personas, rogando no encontrarlas. Pero para su mala fortuna, en la segunda hilera a la derecha, de rodillas rezaba una mujer de vestido de color marfil con la cabeza inclinada y sus manos juntas, apuntado hacía el cielo. Le miró con detenimiento. Era hermosa y joven. Se acercó a ella, la escuchó sollozar y vio su rostro empapado de lágrimas. Le reconoció de inmediato.
— ¿Qué haces a estas horas de la noche tan lejos de tu hogar?—le preguntó intranquila, su voz era opaca y lúgubre, como la de una mujer que no era de ese mundo.
—Gran anciana—susurró ella como si no se hubiese percatado de su presencia. Temerosa levantó su mirada, una dilatada y triste, y una herida en su mejilla floreció bajo la escasa luz de las velas.
La Gran Anciana con dureza le agarró la mandíbula y aun cuando ella tenía ánimos de esconderse, la llevo hacía su cuerpo para observarle mejor.
— ¿Quién ha sido? —preguntó severa.
La mujer siguió temblando y escurriendo mocos. Ya no le levantaba la mirada.
—¿Quién ha sido? — repitió la gran anciana.
La mujer tartamudeó.
—Ya… ya…—Tartamudeó la mujer—-. Ya sabes la respuesta.
La Gran Anciana le soltó y giró sobre sus talones con un movimiento delicado y elegante. El vacío taconeo de sus zapatos se elevó en un eco y chocaron una y otra vez en las paredes hasta que ella se detuvo frente al taburete.
Repleta de inseguridad la mujer frente a ella se puso de pie. Quedó justamente debajo del candelabro. Un estremecido aro de luz naranja se cernió sobre ella y sobre la canasta que reposaba en sus pies. Se secó sus lágrimas con la manga derecha y recobrando su fuerza, con la quijada en alto le miró fijamente.
—Sabes que no puedes protegernos—replicó—. No cuando se trata de ellos.
La gran anciana se volvió hacía ella acercándose un poco más.
—Puedo y debo, mi niña— dijo y bajó su mirada hasta el interior de la canasta—. Por él, debo hacerlo.
La mujer del vestido de color marfil dio unos pasos atrás.
—Evelyn—imploró la anciana perdiendo la postura—. Reconsidéralo…
— ¡No te atrevas a pronunciar mi nombre!— exclamó de inmediato la mujer. El miedo le hacía temblar la voz. Echo un rápido vistazo a cada lado de la catedral como si buscase a alguien.
La gran anciana percibió la tensión en su boca y el miedo en sus palabras. Se arrepintió de haber dicho aquel nombre en voz alta. Nunca debía pronunciarse el principal de una engendradora, mucho menos en un día de blanco como lo era el primer día de invierno, cosas malas solían ocurrir. Caminó frente a ella, sus manos inquietas ante el helado aire que se colaban por las hendijas de la puerta.
—No lo lleves ahí—imploró, intentando hacerla entrar en razón—. Si sales por ese pórtico, te tendrán. A ti y al cordero. No lo lleves ahí. Esta noche les pertenece a ellos y solo a ellos.
Evelyn tomó un regordete gusano de trapos de la canasta.