El fuego consumía Carn Dûrach con un rugido que parecía surgir del propio infierno.
Las casas ardían, los árboles se retorcían como cuerpos en pena, y en el centro del pueblo, el círculo druida resplandecía con una luz rojiza que no pertenecía a este mundo.
Renata—o lo que quedaba de ella—yacía de rodillas frente al espejo. Su reflejo la observaba con una sonrisa ajena, lenta, venenosa.
El cristal vibraba, pulsaba como un corazón.
—Ya no necesitas correr —susurró la voz desde dentro—. Porque ya estás en casa.
Renata intentó gritar, pero su garganta solo expulsó humo. La figura del reflejo extendió una mano cubierta de símbolos antiguos, y el vidrio se abrió como una herida.
De su interior emergió R’Nath, la sacerdotisa de la llama negra, su piel marcada por runas vivas que ardían con el fuego del bosque.
—Tu cuerpo fue mi ofrenda —dijo con una calma blasfema—. Tu alma será mi testigo.
Renata sintió cómo su carne se enfriaba mientras una fuerza desconocida se deslizaba bajo su piel, llenando sus venas con fuego. Su cuerpo se arqueó, sus ojos se tornaron completamente negros, y su voz se dividió en dos: una humana, desesperada; otra, demoníaca y triunfante.
El espejo absorbió su reflejo, dejando tras de sí una figura vacía: R’Nath había tomado posesión por completo.
El alma de Renata quedó atrapada detrás del vidrio, golpeando desde el otro lado, viendo cómo su cuerpo—ahora ajeno—se erguía entre las llamas.
R’Nath respiró profundamente, mirando el cielo rojo y el humo que ascendía como incienso sacrílego.
—Los druidas fueron mis hijos —susurró—. Pero el mundo ha olvidado sus nombres. Es hora de recordárselos.
Caminó entre los restos del pueblo en ruinas. A su paso, el fuego se inclinaba, reverenciándola.
Se detuvo ante las cenizas del círculo de piedra y alzó las manos. Las sombras respondieron.
Los antiguos seguidores, los discípulos fieles, comenzaron a despertar bajo la tierra. No eran cuerpos, sino espíritus ansiosos, envolviendo el aire con lamentos.
—Templos olvidados… tumbas selladas… —murmuró R’Nath—. Los abriré uno por uno. Y cuando la luna vuelva a sangrar, mi aquelarre renacerá.
Desde el espejo, la voz de Renata se quebró en un eco mudo. Solo podía mirar cómo su rostro, ahora portador del mal, se perdía entre los árboles.
El fuego se extinguió lentamente, dejando un silencio antiguo, expectante.
Entre las cenizas, el espejo quedó intacto.
Su superficie reflejaba un bosque en calma, pero si uno miraba con atención… podía ver a Renata detrás del cristal, golpeando sin voz, mientras los susurros del bosque prometían su regreso.
En algún lugar del mundo, una campana antigua sonó.
Los templos dormidos empezaron a vibrar.
Y las raíces de la tierra se movieron.
R’Nath había regresado.
El bosque no la contenía ya.
Ahora caminaría entre los hombres.
Y la danza… apenas comenzaba.