El amanecer en Carn Dûrach parecía una broma cruel: el sol intentaba atravesar la neblina, pero solo lograba teñirla de un tono sepulcral.
Renata Vance no había dormido.
Seguía escuchando en su cabeza las palabras del sacerdote: “Él ya te conoce, R’Nath.”
Había vuelto a la posada al amanecer, con la ropa empapada de rocío y el alma hecha jirones.
El anciano no estaba. La recepción estaba vacía. Todo olía a cera quemada.
En el suelo, frente a su habitación, alguien había dejado una vela negra encendida.
Renata la apagó con el pie y entró.
El cuarto parecía distinto, como si alguien hubiera movido los muebles mientras ella dormía. El aire era pesado, espeso, cargado de un aroma dulzón. Y entonces lo vio.
El espejo.
A diferencia del día anterior, ya no estaba cubierto por la tela. Ahora estaba completamente descubierto, apoyado contra la pared. Su marco era de madera tallada, con formas que parecían danzar, entrelazadas como cuerpos torcidos. La superficie, opaca y manchada de cera derretida.
Y en el borde inferior, sangre seca, oscura, como si alguien la hubiera arrastrado con los dedos.
Renata se acercó despacio.
Cada paso que daba hacia el espejo, la temperatura bajaba. Podía ver su aliento formarse en el aire.
Encendió su grabadora.
—“Día tres. El espejo del cuarto… no estaba así antes. La cera y la sangre parecen formar un patrón, pero no reconozco el símbolo. Posiblemente parte del ritual de los Duidras. Siento una especie de presión en el pecho cuando me acerco, como si el aire vibrara.”
Levantó la mano.
Apenas rozó la superficie.
El espejo latió.
Como si tuviera un corazón.
Renata se apartó bruscamente, jadeando.
Una grieta se abrió en el vidrio, extendiéndose como una vena luminosa.
Del centro, brotó una burbuja oscura… y entonces una mano, pálida y delgada, surgió desde dentro.
Los dedos, largos, se aferraron al marco del espejo y lo hundieron levemente, como si tiraran desde el otro lado.
Renata gritó y tropezó hacia atrás. La grabadora cayó al suelo y se encendió sola, reproduciendo una voz que no era la suya:
—“Renata Vance murió hace tres días. Lo que queda… pertenece al bosque.”
El espejo vibró, y la mano desapareció.
Pero su reflejo no se movió.
Renata se obligó a mirar.
Su reflejo la observaba, inmóvil, con una sonrisa amplia, antinatural, que no correspondía a ningún gesto humano. Los ojos del reflejo estaban completamente negros, y en su mejilla izquierda se dibujaba un símbolo: el mismo tridente que ella había visto al despertar.
—No eres real —susurró Renata, con voz quebrada.
Su reflejo ladeó la cabeza… exactamente como lo había hecho el sacerdote antes de señalar la trampilla.
El suelo del cuarto crujió.
Las paredes comenzaron a humedecerse, como si sangraran. Las gotas caían en un ritmo constante, acompasado, casi como una respiración.
Renata se acercó al espejo, hipnotizada. Su reflejo levantó la mano y la imitó, pero con un desfase mínimo, imperceptible… como si necesitara recordar cómo hacerlo.
Entonces el reflejo habló.
Sin mover los labios.
—R’Nath… el bosque te llama. Tu cuerpo es la ofrenda.
Renata retrocedió, tirando la lámpara del velador. El vidrio se rompió, las sombras se movieron. De pronto, el espejo se llenó de imágenes: rostros deformes, niños sin ojos, danzas en círculos de fuego.
En cada uno de ellos, su propia cara, sonriendo.
El aire se volvió pesado.
Los latidos del espejo se sincronizaron con su corazón.
Un líquido espeso comenzó a salir del marco, corriendo por el suelo. No era agua. Olía a hierro.
Renata se inclinó, tocó el líquido… y escuchó gritos dentro de su cabeza.
Miles de voces, pidiendo ser liberadas.
El espejo se hinchó, pulsando como una membrana viva, hasta que algo al otro lado golpeó el vidrio.
Una vez.
Dos veces.
Tres.
La superficie se abrió, y un ojo gigantesco apareció, mirándola desde dentro. Su pupila era una espiral.
Renata retrocedió, temblando, mientras la sangre del espejo se extendía por el suelo formando símbolos.
Uno de ellos comenzó a brillar, quemándole la piel. Gritó, y al mirar su mano vio la marca de ese mismo símbolo grabada en carne viva.
La puerta se cerró sola.
El espejo comenzó a murmurar en un idioma antiguo, una letanía que la hacía temblar hasta los huesos.
—“La danza se acerca… la puerta se abre… R’Nath despierta…”
El reflejo sonrió una vez más, pero esta vez su boca se abrió demasiado, hasta desgarrarse.
De ella salió una sombra, que se elevó por el cuarto como humo negro.
Renata se acorraló contra la pared, apretando los ojos.
Cuando los abrió, el espejo estaba intacto.
No había cera, ni sangre, ni grietas.
Solo su reflejo, mirándola.
Pero su reflejo ya no sonreía…
Su reflejo lloraba.
Lágrimas negras caían por su rostro, mientras del otro lado del cristal una voz susurraba, como si la arrullara:
—“Aún no, R’Nath. Aún no. La danza espera tu alma.”
Renata cayó de rodillas, sollozando. La grabadora seguía encendida.
La última línea que se registró antes de apagarse fue su voz, temblorosa:
—“No estoy sola en este cuarto.”