La Danza de los Duidras

Capítulo 5: El Códice de los Duidras

El amanecer en Carn Dûrach no traía alivio.

El pueblo entero parecía estar suspendido en un sopor gris. Las campanas de la iglesia no sonaban, los perros no ladraban. Solo el viento, con su gemido húmedo, soplaba a través de los árboles, arrastrando el olor persistente de hollín.

Renata bajó por la calle principal con la cámara colgada del cuello, aunque ya no tenía fuerzas para fingir que era una periodista en una misión racional. Después de la noche anterior, sabía que algo antiguo la observaba.

Y que la estaba llamando por un nombre que no era el suyo.

R’Nath.

El sonido seguía reverberando dentro de su cráneo como un eco ajeno.

En la plaza, una anciana barría hojas negras frente a la pequeña biblioteca de Carn Dûrach. Era un edificio de piedra cubierta de musgo, con vitrales rotos y una puerta arqueada que se abría con un lamento metálico.

Renata se acercó.

—Disculpe —dijo, intentando sonar cordial—, ¿esta biblioteca sigue abierta?

La anciana levantó la mirada lentamente. Sus ojos eran completamente grises.

—Solo para los que aún recuerdan.

Renata tragó saliva.

La mujer se apartó, y Renata empujó la puerta. El aire dentro olía a cera vieja, a polvo, a humedad de siglos. Las estanterías se alzaban como murallas, repletas de volúmenes sin títulos, cubiertos con telas.

Caminó hacia el fondo, donde una lámpara parpadeante iluminaba una mesa.

Allí había un libro abierto.

No tenía título. Su cubierta era rugosa, como cuero… pero cuando lo tocó, sintió un escalofrío. No era cuero. Era piel.

El volumen estaba cerrado con broches de hierro forjado y en su centro tenía el mismo símbolo del espejo: el tridente invertido rodeado de espirales.

El códice respiraba.

Literalmente.

Cada vez que Renata se acercaba, el aire se movía como si el libro exhalara.

Tomó una fotografía. El flash iluminó la estancia por un segundo, y entonces, en el reflejo del cristal de una vitrina, vio a la anciana detrás de ella.

Pero al girarse, no había nadie.

El códice se abrió solo.

Las páginas parecían escritas con sangre seca.

El texto era una mezcla de latín antiguo y un idioma imposible, lleno de runas que se movían como gusanos sobre el papel.

Entre los párrafos, dibujos de cuerpos desnudos danzando alrededor de un árbol de raíces humanas, y debajo, una frase escrita en letras grandes:

“Duidras: los que danzan entre la carne y la sombra.”

Renata comenzó a leer en voz alta, sin saber por qué.

Las palabras se deslizaron por su lengua como si ya las hubiera pronunciado antes.

“Los Duidras no mueren. Se disuelven en la oscuridad, esperando que un mortal los nombre de nuevo. Cuando el sello es roto, su danza reclama el cuerpo que los llama.”

El suelo vibró bajo sus pies.

Una vela se encendió sola al final del pasillo.

—No… no puede ser real… —susurró.

El libro se volteó de golpe, mostrando una ilustración: un espejo cubierto de cera, exactamente igual al que ella había encontrado en su habitación.

Debajo, una inscripción:

“El Espejo de Sangre: portal de la carne al reflejo. Solo el elegido verá su propia alma bailando.”

Renata dio un paso atrás, pero escuchó un sonido húmedo.

Algo goteaba del techo.

Miró hacia arriba.

Cera derretida caía desde las vigas, y entre las sombras, figuras humanoides parecían suspendidas boca abajo, inmóviles, como cuerpos colgados.

El códice se abrió una vez más, y la tinta de las páginas comenzó a escurrirse, formando palabras nuevas, frescas, rojas.

“R’Nath, cronista del regreso. Tú escribirás la última danza.”

Renata soltó un grito ahogado.

Corrió hacia la puerta, pero esta se cerró de golpe.

La biblioteca entera vibraba, los estantes se agitaban, lanzando libros al suelo que se abrían como si respiraran.

Las letras de las páginas comenzaron a salir flotando, girando en el aire como insectos oscuros, pegándose a las paredes, al techo, al cuerpo de Renata.

Una se le incrustó en la piel de la mano.

Ardió como fuego.

Era el símbolo del tridente.

Cayó de rodillas, jadeando.

El libro frente a ella se abrió de nuevo, mostrando una página final:

una figura femenina con los ojos vacíos y la boca cosida, rodeada por los Duidras danzando.

El rostro de la mujer era el suyo.

Renata gritó, pero el sonido se ahogó en su garganta.

La biblioteca olía a carne quemada.

En las ventanas, algo rascaba el vidrio desde fuera.

Decenas de manos, negras, deformes, intentando entrar.

Entonces, alguien habló.

Una voz profunda, masculina, pero hueca, resonó desde el códice.

—Has leído el juramento, R’Nath. No hay regreso.

—¡No soy ella! ¡No soy R’Nath! —gritó Renata.

—Tú la llamaste. Tú escribes su historia. La palabra la hizo carne.

El libro se cerró con un golpe.

El silencio volvió.

La puerta se abrió sola, mostrando la calle vacía y gris.

Renata salió tambaleándose, con la marca aún ardiendo en la mano.

Afuera, la anciana ya no estaba.

En su lugar, sobre el suelo de piedra, había un círculo de ceniza y un mensaje escrito con carbón:

“La próxima danza comienza al caer la tercera luna.”

Al mirar hacia el horizonte, vio que el sol ya se oscurecía, teñido de rojo profundo, como si el cielo estuviera sangrando.

Desde el bosque, el tambor volvió a sonar.

Lento. Profundo.

Cada golpe era como un latido que le recordaba que el libro, el espejo y ella estaban conectados.

Renata corrió hacia la posada.

Cerró la puerta, bajó las cortinas y trató de respirar.

Pero el códice… el códice estaba allí, sobre la cama.

No recordaba haberlo traído.

Las páginas se abrieron solas una vez más, mostrando una frase escrita con tinta fresca, que aún goteaba:

“Capítulo VI – El cuerpo del cronista.”




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