La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 1: El juicio de los hombres

El cielo estaba en silencio.

Un silencio que no era simple ausencia de sonido, sino un peso que caía sobre cada rincón de lo eterno, como si incluso los ángeles contuvieran el aliento.

En el trono celestial, Dios observaba. No con ira, sino con un dolor que solo una deidad eterna podría conocer. Su mirada atravesaba el velo entre los mundos, viendo a los hombres —los hijos de su creación— perdiéndose entre el odio, la ambición, la mentira y la indiferencia.

Guerras sin sentido. Hijos que mataban a sus padres. Padres que abandonaban a sus hijos. Almas rotas vagando sin rumbo por ciudades llenas de ruido, pero vacías de propósito. La humanidad, esa chispa de luz que alguna vez brilló con promesa, ahora parecía consumirse en sus propias sombras.

—Azrael —pronunció con voz grave, profunda, que se expandió como un eco eterno.

Desde las alturas descendió una figura majestuosa.

Azrael. El más leal de los arcángeles. El ejecutor del juicio, el vigilante del alma, y el guardián del equilibrio entre la vida y la muerte. Pero, sobre todo, el único cuya lealtad jamás había flaqueado.

Su presencia era imponente. Su piel era tan blanca como la luz del cielo, contrastando con su cabello negro, corto y perfectamente peinado hacia atrás. Llevaba una barba perfilada que le daba un aire varonil y enigmático. Su porte era regio, sus ojos oscuros como el universo, y sus alas, aunque ahora plegadas, reflejaban un brillo nacarado casi cegador.

Azrael se arrodilló ante el Creador, su rostro impasible, aunque su alma percibía la tensión.

—Me has llamado, mi Señor.

—La humanidad ha perdido el rumbo. He observado su caída durante siglos... pero ahora, incluso los justos se corrompen. La compasión es sustituida por el interés. La fe, por la indiferencia. Dime, Azrael… ¿aún hay algo que salvar?

El arcángel no respondió de inmediato. Su deber no era cuestionar, sino obedecer. Pero conocía a los hombres. Había tomado sus almas al morir, los había visto llorar, amar, odiar, resistir, rendirse… ¿Aún quedaba esperanza?

—No lo sé —respondió con honestidad.

Dios asintió lentamente.

—Entonces baja, Azrael. Vive entre ellos. Observa con tus propios ojos. Conoce su mundo, sus dolores, sus pecados… y también su luz, si aún existe. No como juez. No como ángel. Sino como uno de ellos.

Azrael alzó la vista, sorprendido.

—¿Como humano?

—Conservarás parte de tu esencia —explicó Dios—, pero tu forma será como la de ellos. No llevarás alas. No serás invencible. Conocerás el frío, el hambre, el cansancio. Conocerás la duda.

Azrael asintió, aceptando sin protestar.

—¿Y si no hay nada que redimir?

—Entonces será el fin. No solo del mundo, sino del alma humana.

La sala celestial pareció temblar levemente con esas palabras. No por amenaza, sino por la gravedad del destino que estaba en juego.

Dios se levantó. Una última orden:

—Recuerda, Azrael. No puedes intervenir. Solo observar. El amor, el dolor, el destino… no te pertenecen.

El arcángel bajó la mirada.

—Así será.

Y en un instante, el cielo desapareció.

La Tierra. Un nuevo amanecer.

Azrael abrió los ojos entre los muros grises de una ciudad que nunca dormía. El aire era más denso, más sucio, pero lleno de vida. Miles de almas se cruzaban sin mirarse, cada una con su propio peso invisible sobre los hombros. Ruidos, luces, palabras vacías. Todo era tan diferente… tan ruidoso… tan humano.

Caminó por calles abarrotadas, sin que nadie notara su aura diferente. Las mujeres lo miraban de reojo, atraídas por su belleza sin saber por qué. Los hombres lo respetaban sin entender la causa. Había algo en él que no encajaba, pero al mismo tiempo, no se podía ignorar, Azrael tenía una presencia que desafiaba toda lógica humana. Su piel, pálida como la luz de la luna, parecía brillar bajo la tenue claridad del día. Sus ojos oscuros, intensos y profundos, parecían contener secretos milenarios. El cabello negro, corto y perfectamente peinado, enmarcaba su rostro de ángulos definidos, donde una barba perfilada realzaba su masculinidad. Cada rasgo en él era equilibrio puro entre belleza etérea y una virilidad casi inquietante. No caminaba, se deslizaba. No miraba, atravesaba el alma.

En una esquina, vio a un niño llorar mientras buscaba a su madre. Nadie se detenía.

Más adelante, una mujer le gritaba a su pareja, con ojos llenos de rabia… pero también de miedo.

Y en el parque, una anciana le daba el único pan que tenía a un perro callejero, sonriendo con ternura.

Luces. Sombras. Gritos. Risas. Amor. Desprecio.

Azrael lo observaba todo. Cada instante era una pregunta.

Y por primera vez en su existencia… no tenía una respuesta.




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