El sol se alzaba débilmente sobre la ciudad, tiñendo de naranja los edificios grises que parecían aplastar el cielo. Azrael caminaba por las calles como un espectador, un ser ajeno a todo, pero al mismo tiempo, irremediablemente involucrado en cada escena que se desplegaba ante sus ojos. La humanidad no se limitaba a lo que él había visto desde los cielos, donde todo era perfecto y ordenado. Aquí, en la Tierra, las emociones no se disimulaban; se sentían, se gritaban, se vivían.
Un hombre con traje pasaba de largo, caminando rápido. Sus ojos eran fríos, su rostro impasible, como si la ciudad le estuviera robando todo lo que alguna vez pudo haber sido. Unos metros adelante, una mujer lloraba desconsoladamente sobre un banco, rodeada de papeles arrugados. Nadie se detenía. Nadie la miraba.
Azrael se acercó sin hacer ruido, observándola en silencio. No podía intervenir, como Dios le había ordenado, pero la compasión brotaba de su pecho sin que pudiera evitarlo. El dolor humano era palpable en cada rincón, como una niebla espesa que lo envolvía, dejándolo sin aire.
Caminó más, intentando entender este mundo. Un niño jugaba con una pelota, riendo, mientras una joven sentada en el borde de la acera lo observaba desde lejos, sonriendo con ternura. Azrael la miró y, por un momento, se sintió atrapado entre su deber y su propia humanidad emergente.
El contraste era abrumador. El dolor y la alegría coexistían en este lugar, entrelazados de formas que él nunca habría podido imaginar en su infinita sabiduría celestial. La luz y las sombras se fundían de manera extraña, como si la propia vida humana fuera una lucha constante por encontrar equilibrio entre lo bueno y lo malo.
Isabella.
Aunque aún no la conocía, su nombre resonaba débilmente en su mente como una melodía distante. Había escuchado su nombre, entre susurros, mientras las almas cruzaban su camino. En el cielo, ella había sido solo una sombra, un suspiro entre las almas perdidas. Pero ahora, aquí, en la Tierra, todo parecía estar a punto de cambiar.
Su mirada se dirigió hacia un parque, donde un grupo de personas se reunía en una pequeña plaza. A lo lejos, una mujer de cabello largo y oscuro se encontraba sola, observando el horizonte, con una expresión que Azrael no pudo descifrar. Algo en ella lo atrajo, como un imán. Ella no era como los demás.
La mujer no lo vio. Su atención estaba fija en el vacío, como si buscara respuestas que el mundo no podía darle. Azrael sintió una extraña conexión, como si de alguna manera ella fuera más que humana, más que una simple figura entre la multitud. Había una fragilidad en ella, un dolor profundo que solo alguien con los ojos de un ángel podría percibir.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. ¿Por qué lo sentía? ¿Por qué su alma se agitaba ante la presencia de una simple mujer?
Isabella se giró, y por un breve momento sus ojos se encontraron. Azrael sintió una sacudida, como si el tiempo se detuviera y el mundo entero se desvaneciera a su alrededor. Sus ojos, profundos y oscuros, se fijaron en él, como si de alguna manera supiera que algo dentro de él era diferente. Pero no era miedo lo que veía en sus ojos, sino una curiosidad tranquila, casi... expectante.
Antes de que pudiera dar un paso hacia ella, una voz le llamó la atención.
—¡¿Azrael?! —gritó una mujer con una risa clara y contagiante—. ¡Qué raro verte en esta zona! ¿No tienes miedo de que te roben la cartera?
Azrael se giró hacia la voz, y una joven con una gran sonrisa apareció ante él. Llevaba un bolso de mano color rojo brillante y una chaqueta de mezclilla. Sus ojos azules brillaban con energía, y su presencia era casi vibrante.
—Perdón, ¿nos conocemos? —preguntó Azrael, aún algo desconcertado por la interacción.
—¡Oh! ¡Perdón! —respondió ella riendo—. Soy Sophie, la amiga de Lucía. El otro día me hablaste de la tienda en el centro, y pensé que tal vez... bueno, no sé, a lo mejor te recordaba. Aquí la gente se olvida de las caras a veces.
Azrael asintió, buscando en su memoria, pero no encontró nada que lo conectara con ella. Sin embargo, no estaba interesado en seguir esa conversación. Lo que realmente le importaba era lo que había sentido en el encuentro con Isabella. Esa conexión inexplicable.
—Sí, claro, me acuerdo —respondió rápidamente, antes de disculparse y caminar hacia la dirección opuesta, hacia el parque.
Sophie lo observó extrañada, pero Azrael ya no le prestaba atención. Se perdió entre la multitud, dejando atrás la mujer que había hablado de él, mientras sus pensamientos se centraban nuevamente en Isabella. ¿Quién era ella? ¿Por qué sentía esa atracción inexplicable?
Se detuvo a unos metros de ella, entre las sombras de los árboles. Sus alas invisibles palpitaban con una energía sutil, como si estuvieran a punto de desplegarse, pero él las contenía, como había sido ordenado.
Isabella volvió a mirar al horizonte, y aunque sus ojos no lo veían, Azrael pudo sentir el peso de su tristeza, el vacío que llevaba dentro. ¿Era ella la respuesta a su misión? ¿Sería la clave para salvar a la humanidad?
Por un momento, Azrael dudó. No podía simplemente observarla, no podía dejarla sufrir sin intervenir. Pero su misión era clara. No podía romper las reglas.
Azrael dio un paso atrás, dejando que el viento lo envolviera. El rostro de Isabella aún permanecía en su mente, una chispa de luz en un mar de sombras. La misión debía continuar.
Pero él, por primera vez, no estaba tan seguro de qué era lo correcto.