Isabella no era tonta. Había algo en ese hombre que no encajaba. Su presencia, aunque reconfortante, también era desconcertante. No parecía humano, no en el sentido físico —porque era tan perfectamente atractivo que parecía esculpido por los dioses— sino en algo más profundo… una calma inquietante, una energía distinta, como si su alma no perteneciera a este mundo.
Después de aquella noche frente al escaparate, Isabella no pudo dejar de pensar en él. No sabía su nombre, ni de dónde había salido. Solo sabía que su mirada la había dejado expuesta, como si ese extraño pudiera ver más allá de su piel y sus palabras. Como si él conociera su dolor sin que ella tuviera que hablar.
Y no se equivocaba.
Desde las alturas de un edificio abandonado, Azrael la observaba. No por vigilancia, ni por una obsesión morbosa, sino porque necesitaba entender. Cada día a su lado lo acercaba más a lo que debía evaluar de la humanidad: la resiliencia, la fe, el amor… pero también el sufrimiento, la pérdida y la injusticia.
Ella era la humanidad misma, en toda su complejidad.
Esa tarde, Isabella caminaba hacia su trabajo como todos los días. Vestía sencillo, con su cabello atado y los audífonos puestos, pero sus ojos reflejaban una tristeza acumulada, de esas que no se van con el tiempo. Azrael sabía que la vida no había sido fácil para ella. Sus pérdidas, sus miedos, sus cicatrices invisibles… y, sin embargo, seguía avanzando.
Y eso lo fascinaba.
Pero también lo confundía. ¿Cómo podía sentirse tan atraído por un ser que él debía analizar desde la distancia? ¿Por qué su presencia lo hacía olvidar, aunque fuera por un segundo, el propósito que lo había traído a la Tierra?
Esa noche, decidió romper otra regla.
Se apareció frente a ella cuando salía de una cafetería. No como sombra, ni como observador, sino como hombre.
—Hola otra vez —dijo con esa voz grave y suave que ya se estaba volviendo familiar para ella.
Isabella parpadeó sorprendida, pero no retrocedió. Lo miró con una mezcla de curiosidad y algo parecido al alivio.
—¿Nos volvemos a encontrar por casualidad… o estás siguiéndome? —preguntó con media sonrisa, cruzando los brazos.
Azrael sonrió también, aunque su sonrisa tenía un dejo de melancolía.
—Digamos que el destino tiene sus caprichos.
Isabella bajó la mirada, como si esa frase hubiera tocado algo sensible en ella.
—El destino… —repitió en un susurro—. Nunca he creído mucho en él.
—¿Por qué no? —preguntó él, genuinamente interesado.
Ella levantó los ojos hacia los suyos, y por un momento hubo un silencio espeso entre los dos. De esos silencios que no incomodan, sino que lo dicen todo.
—Porque si el destino existe, entonces le gusta jugar sucio conmigo —respondió finalmente.
Azrael sintió una punzada en el pecho, una emoción extraña que no podía describir con palabras. Quiso decirle que él entendía, que incluso los seres celestiales también sufrían a su modo. Pero no debía. No podía.
—Tal vez el destino solo está esperando que confíes en él otra vez —dijo, y no supo de dónde salió esa frase. Solo sabía que era cierta.
Isabella lo observó por unos segundos más, como si intentara decidir si debía creer en ese extraño que aparecía de la nada y hablaba como si conociera su alma.
—¿Tienes nombre? —preguntó, al fin.
Azrael dudó. Su verdadero nombre podía despertar memorias en los humanos más sensibles, podía hacer temblar a quienes aún recordaban las historias antiguas. Pero con ella… no quería mentir.
—Azrael —respondió, sin rodeos.
Isabella frunció levemente el ceño, reconociendo el nombre, pero sin saber de dónde.
—¿Como el ángel? —dijo, medio en broma, medio en serio.
Él solo la miró.
Ella rió suavemente.
—Bueno, no sé si creas en ángeles, Azrael… pero si lo eres, estás bastante lejos del cielo —dijo, dándose vuelta para seguir su camino.
Azrael la observó alejarse, su nombre aún flotando entre ellos como un secreto compartido. Por primera vez en siglos, sintió que alguien lo había visto… no como una figura divina, no como una entidad temida o venerada, sino como lo que era en ese momento: un ser perdido entre su deber y su deseo.
Y en esa noche silenciosa, Azrael comprendió que cada paso hacia Isabella era también un paso más lejos de la eternidad que había conocido.