La ciudad dormía bajo un cielo opaco. Las luces de los postes titilaban como si lucharan contra una oscuridad más profunda que la noche. Azrael caminaba entre las calles húmedas, con el alma dividida.
Desde su llegada, había presenciado el dolor, la indiferencia, el odio... pero también pequeños destellos de bondad. Como la sonrisa de un anciano al darle de comer a un perro callejero. O la niña que compartía su pan con un niño descalzo. Fragmentos de luz entre escombros humanos.
Y sin embargo, había algo más que lo inquietaba: Isabella.
Ella no lo sabía, pero su existencia lo arrastraba al límite entre la razón celestial y el deseo terrenal. Cada encuentro, cada mirada, cada silencio compartido le recordaba que estaba cruzando una línea que no debía tocar.
Esa tarde, Isabella decidió volver al mismo parque donde lo había visto por primera vez. Tenía la esperanza absurda de encontrarlo otra vez. Su cuaderno descansaba en su bolso, como una extensión de su alma.
Se sentó en la banca habitual y sacó su cuaderno. Comenzó a escribir, sin pensar:
"A veces siento que lo conozco de otra vida. Y no sé si eso me asusta o me calma."
—¿Escribes sobre mí? —dijo una voz familiar a su espalda.
Isabella giró bruscamente. Allí estaba él. Azrael. De pie, con ese abrigo negro y el rostro tan perfecto que parecía esculpido. Su barba perfilada y su mirada oscura la hicieron contener el aliento.
—No… sí… no sé —balbuceó, avergonzada.
Azrael sonrió apenas, pero había tristeza en su gesto.
—No deberías escribir sobre alguien que no conoces del todo.
—¿Y si quiero conocerte?
El silencio entre ambos se volvió denso, cargado de lo que no se decía.
—Isabella, tú no sabes lo que soy —murmuró él—. Ni lo que puede pasar si te acercas demasiado.
Ella lo miró con el corazón latiendo como un tambor.
—¿Tú sí sabes quién soy yo?
Azrael bajó la mirada. No, no lo sabía. Pero quería saberlo, y eso era precisamente el peligro.
Mientras tanto, Elías caminaba entre las sombras de una callejuela, siguiendo una energía que lo había llamado durante toda la tarde. Se detuvo frente a un viejo mural religioso. Había algo en esa pintura: una figura de alas negras y ojos luminosos, que parecía observarlo con vida.
Una anciana apareció de la nada, envuelta en harapos.
—Los ángeles están entre nosotros, pero algunos han olvidado su propósito —susurró.
Elías se quedó inmóvil. La mujer lo miró directamente a los ojos.
—Tú eres el equilibrio. No lo olvides.
Y desapareció en la niebla.
Lejos de ahí, Sophie caminaba por una galería de arte. Sus ojos se detuvieron frente a una pintura. Un hombre de cabello negro, barba perfectamente delineada y alas difuminadas por la técnica.
No sabía por qué, pero su corazón se aceleró al verlo.
"Lo he visto en mis sueños…", pensó, con la respiración entrecortada.
La imagen la dejó paralizada. No era solo el parecido. Era la certeza de que ese ser había sido parte de su alma en otra vida.
Cerró los ojos y recordó una voz lejana que le decía:
“No temas. No es tu hora aún.”
Lo había olvidado por años. Hasta ahora.
Esa noche, el cielo rugió con furia.
Azrael, de pie sobre la cima de un edificio, escuchó de nuevo la voz de Gabriel.
—La línea entre la compasión y el deseo es más delgada de lo que crees.
—Ya lo sé.
—Sophie ha despertado. Y tú no la recuerdas porque no estás listo para saberlo.
Azrael giró el rostro lentamente, con el alma estremecida.
—¿Qué es lo que ella representa?
Gabriel lo miró con gravedad.
—Tu debilidad… o tu redención.
Y con eso, desapareció en un torbellino de luz.
Azrael cayó de rodillas. Porque por primera vez desde su creación, no sabía si podría cumplir con la voluntad divina… o si su corazón ya había elegido algo que estaba prohibido.