Sophie despertó agitada. El sudor le recorría la frente y su respiración era irregular, como si hubiese corrido durante horas. Había tenido el mismo sueño por tercera vez en la semana.
Una figura oscura, de alas extendidas, la sostenía en brazos mientras el mundo a su alrededor se desmoronaba. Sus ojos eran intensos, pero no daban miedo; daban paz.
Y ella lloraba.
—No es tu hora aún —le decía él con voz suave, pero poderosa.
Sophie no sabía qué significaba ese sueño, pero cada vez sentía que se hacía más real. Algo en su interior comenzaba a despertarse, como si su alma tratara de abrirse paso a través del olvido.
Azrael caminaba por un mercado callejero. Las voces humanas, los aromas, la risa de los niños… eran ecos del mundo que no le pertenecía. Y, sin embargo, había algo adictivo en esa humanidad caótica y cálida.
—¿Quieres probar? —una vendedora le ofreció una fruta cortada en pedazos, sonriendo.
Él asintió, cortés. Al probarla, el dulzor le invadió la boca con una intensidad que jamás había sentido.
—Es… fuerte —dijo.
La mujer rió. —Es mango con chile. Un contraste. Como la vida misma, ¿no crees?
Azrael la observó con atención. Era solo una humana, pero acababa de decir una verdad tan profunda como las que escuchaba en el Cielo.
Esa noche, al volver al edificio donde se escondía, Azrael escribió en el pequeño cuaderno que Gabriel le había dado al llegar:
"Los humanos pecan, aman, destruyen, sueñan. Son imperfectos, sí… pero sienten. Y en ese sentir, hay algo que me conmueve."
Isabella regresó del trabajo con un peso invisible en el pecho. Desde el último encuentro con Azrael, algo dentro de ella había cambiado. Sus pensamientos la traicionaban constantemente. Lo buscaba en las sombras de la calle, en cada rostro extraño, en cada silencio.
Encendió una vela en su habitación. Siempre lo hacía cuando no podía calmarse. Se sentó frente a ella y cerró los ojos.
—¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti? —murmuró al aire, como si Azrael pudiera escucharla desde donde estuviera.
No sabía que él, desde un tejado cercano, observaba la ciudad en dirección a su ventana.
Sophie, por su parte, había comenzado a investigar. Se sentía ridícula, pero cada vez que veía imágenes de ángeles, o leía relatos antiguos, una especie de nostalgia la consumía. Era como buscarse a sí misma en el reflejo de otro tiempo.
—¿Estás bien? —le preguntó la bibliotecaria.
—No lo sé —respondió con honestidad.
Sus ojos se detuvieron en un viejo libro encuadernado en cuero. “Relatos Apócrifos: Los Vigilantes”.
Algo vibró en su pecho cuando tocó la portada.
—¿Puedo llevar este?
—No sé cómo llegó aquí —dijo la mujer—. Pero sí, adelante.
Sophie lo sostuvo contra su pecho, como si ya lo hubiera leído antes.
Esa noche, Elías recibió otra visita. Esta vez, no fue una voz celestial ni una aparición fugaz. Fue una visión. Una niña, rodeada de luz, le extendía una pluma.
—El tiempo se acorta —le dijo—. Lo que fue olvidado volverá a nacer.
Elías despertó con el corazón latiendo al ritmo de un tambor sagrado.
Sabía que algo importante estaba a punto de comenzar.
Azrael regresó al lugar donde vio por primera vez a Isabella. El árbol seco. El lago mudo. El silencio.
Cerró los ojos.
Y por primera vez, oró.
—Padre… ¿Por qué pusiste esto en mí? Este anhelo, este desconcierto. ¿Es parte de mi prueba o de mi caída?
No hubo respuesta.
Solo el sonido del viento… y una voz suave, como un susurro del pasado:
—“No es tu hora aún.”
Azrael abrió los ojos bruscamente. Esa frase… la había escuchado antes.
Pero no sabía dónde.
O cuándo.